Una sentencia reciente dictada por un juzgado de Palma sobre el derecho de una mujer musulmana a utilizar el velo islámico en el trabajo ha reabierto el debate sobre la aconfesionalidad y el uso de símbolos religiosos en el espacio público. Se trata de una cuestión difícil, todavía no resuelta completamente, que admite lecturas contradictorias y difíciles de reconciliar entre sí. No debemos olvidar que, en su inicio, el repliegue de la fe religiosa hacia la esfera privada fue posible gracias a la notable secularización de las sociedades europeas, que facilitó la separación entre Iglesia y Estado. Pero esta realidad sociocultural se ha transformado profundamente tras las masivas oleadas migratorias de los últimos lustros y la irrupción ideológica de lo que conocemos como multiculturalismo. A consecuencia de estos cambios, han surgido distintas fricciones en la expresión de los derechos fundamentales de la ciudadanía, que no estaban previstas en su inicio y que exigen ser repensadas si no se quiere dañar la indispensable neutralidad del espacio público. Aplicar la prudencia en este debate parece, de entrada, un requisito razonable, sobre todo si somos conscientes de que no se trata de una cuestión que se vaya a resolver de forma sencilla ni en un breve plazo de tiempo. Pero, a la vez, las democracias occidentales deben tener en cuenta que uno de los riesgos implícitos al asumir acríticamente el ideario del multiculturalismo estriba en que la creciente atomización social acabe segregando a los ciudadanos en diferentes tribus morales y guetos culturales o religiosos -muchas de ellos en abierto conflicto entre sí-, sin que afloren los necesarios espacios de consenso. Un ejemplo claro lo encontramos en la polémica que se abrió hace unos años en el Reino Unido a raíz de unas declaraciones del antiguo Primado de la Iglesia de Inglaterra, Rowan Williams, que sugerían la conveniencia de aceptar la sharia o ley islámica como un código penal válido para los musulmanes residentes en Gran Bretaña. La respuesta desde el laicismo fue inmediata: ¿no exige la igualdad entre los ciudadanos una ley común a la que todos estén sujetos por igual? Y a su vez, ¿dónde situamos el límite entre la igualdad y el respeto a la diferencia? En realidad, nos hallamos ante unos dilemas que no son sólo estrictamente jurídicos sino que apelan al sentido político de la democracia y al conjunto de valores que la sustentan.

Es importante subrayar que la democracia avanzada y plural en la que creemos lleva asociadas una serie de fuertes convicciones morales que canalizan el debate público y refuerzan el desarrollo de las libertades y de la igualdad social. Hay elementos básicos que no se pueden disociar del buen funcionamiento de la misma, como la defensa innegociable de los derechos fundamentales del hombre, la dignidad inviolable del ser humano o la separación de poderes, por citar algunos. En este sentido, una aplicación estricta de la no confesionalidad del Estado constituye uno de los garantes básicos de la igualdad democrática frente a los riesgos asociados a la visión relativista de los valores que plantean las lecturas extremas del multiculturalismo. Y, aunque no existan soluciones sencillas a problemas complejos -y éste lo es-, haríamos mal si en nombre de una libertad mal entendida diésemos la espalda a los principios que han fundado nuestra democracia y que constituyen nuestra mejor herencia ilustrada.