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José Carlos Llop

Casa Guzmán y la barandilla de sa Riera

La exagerada fe de la modernidad en la formación ha hecho creer que hay talentos que pueden adquirirse, cuando suele hablarse por boca de ganso al hablar de lo que no se siente. Hay dones que son naturales, como por ejemplo la sensibilidad o el talento, y esos dones se desperdician o se refinan y enriquecen a lo largo de la vida, pero no se adquieren en unos cursos, con un máster, o en toda una carrera universitaria. Por formado que esté un individuo -y mejor que esté formado a que no lo esté, no vayamos a confundir- hay cosas que no podrá sentir o vivir y que por tanto su autoridad al respecto será escasa o nula. Vuelvo al talento y la sensibilidad: ni uno ni otro tienen por qué pasar de padres a hijos. No tienen por qué heredarse, aunque socialmente hayamos desarrollado una cultura donde esa ficción existe como forma de continuidad de las familias. Se ha demostrado una vez más con el derribo de Casa Guzmán en Madrid, un chalet maravilloso diseñado por Alejandro de La Sota, uno de los arquitectos reivindicados en los 80 por los individuos más cultos de la Movida Madrileña: desde Gonzalo Armero y Diego Lara hasta Juan Manuel Bonet, flamante nuevo director del Instituto Cervantes, pasando por el pintor Dis Berlin.

Pero Casa Guzmán, en Algete, no estaba protegida, ni figuraba en catálogo patrimonial alguno, ni era BIC, ni nada por el estilo. Un misterio, pero así era. El mismo misterio que ha hecho que muchos edificios racionalistas de Palma -de una racionalismo pobre, es cierto, pero era el que teníamos- hayan desaparecido a manos de la piqueta en las últimas cuatro o cinco décadas. Y cuando hay que cavar en la ciudad antigua se llama hasta al FBI. Los herederos de Casa Guzmán -o sea, los hijos de quien se la encargó a su amigo De La Sota- decidieron, al no poderse repartir el inmueble, derribarlo y construir uno nuevo de varias plantas. (Como debió de ocurrir aquí con la casa donde había vivido Falla, salvando las distancias). El resultado fue un horror afrancesado -en el mal sentido de la palabra- con techos de pizarra y mansardas, estilo pretencioso y pastiche de sí mismo, que ya es lo peor. Alejandro de La Sota debe revolverse en su tumba y no me extrañaría que el bodrio hubiese nacido maldito. Ya dije que la sensibilidad no tiene por qué heredarse.

A partir de aquí, los lamentos. A partir de aquí las reconvenciones y las críticas, pero en todo el período que el plan de derribo y nueva construcción estuvo expuesto en el ayuntamiento de Algete, no se sabe de nadie protestara. Por desconocimiento, claro, pero€ ¿Habría ocurrido aquí lo mismo? No creo, porque existe una conciencia patrimonial -a la que se hace caso o se ignora por motivos de lo más dispar e incluso opuestos- que al menos habría hecho saltar el asunto a los periódicos antes de que el derribo se produjera. Aunque esa conciencia haya crecido a base de disgustos.

Y entre los llantos al más puro estilo Boabdil, ha habido alguno tan absurdo que merece subrayarlo como un espejo donde comprobar lo estúpidos que nos hemos vuelto. Es una sociedad estúpida la que permite que una casa como Casa Guzmán no esté protegida y no pueda comprarla, por ejemplo, el Colegio de Arquitectos de Madrid -con aportaciones de particulares, por ejemplo- y así evitar su demolición. Pero es una sociedad estúpida también la que genera argumentos que comparan el derribo de esa casa con un feminicidio (sic, no me lo invento) y esgrimen que ese derribo tiene su causa original en el Neolítico, "cuando las sociedades matriarcales y comunistas fueron sustituidas por las patriarcales y propietales" (sic, continúo sin inventar). ¿Alguien da más? Feminicidio, comunismo, machismo y "sociedades propietales" (¿qué engendro es este de lo propietal?). Así estamos: rodeados por todas partes. Por los que echan abajo Casa Guzmán y levantan un símil de aquella otra que se bautizó como Villa Meona y por los que aúllan con el Neolítico, el feminicidio y la sociedad "propietal". Y no se engañen: los que firmaban tal desbarajuste eran parte de un colectivo de arquitectos (su artículo-manifiesto se publicó en El Confidencial hace dos semanas). En fin, no repetiré lo de la formación y el talento porque ya no importa.

Pero sí debo repetir una pregunta: ¿habría ocurrido aquí? Lo hago porque hace dos semanas también, que la barandilla de hierro de la desembocadura de Sa Riera en el paseo marítimo ha desaparecido y ha sido sustituida por un engendro de acero cromado, o algo así, que tira de espaldas. Esa lengua final de Sa Feixina ya tuvo la mala suerte de soportar aquel otro engendro firmado por un tal Lorenzo Quinn, que menudo espanto. Por suerte desapareció. Pero alguien debió quedarse preocupado o inquieto porque la nueva barandilla es de las que quitan el hipo. ¿Dónde está la vieja? Desde aquí solicito que se reponga en su lugar original. Y si se ha hecho por miedo a que los niños caigan, no tengo recuerdo que ninguno cayera. Al menos durante los cien años que ha existido la vieja barandilla, con sus encantadores pomos-piña. Y eso sí que es cuestión de educación -que se adquiere en casa- y no de formación. Que como hemos visto, no siempre sirve. O sirve para añadir más tonterías -y epítomes de mal gusto- a la tontería general.

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