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Antonio Papell

Caso Nóos: sentencia moderada

El caso Nóos toca a su fin porque en esta sentencia moderada y aparentemente bien argumentada (habrá que digerirla reposadamente) que se conoció ayer, las distintas piezas del puzzle encajan con propiedad. Hace diez años que comenzaron las investigaciones tras el estallido del escándalo original, la instrucción duró cinco años, seis meses se extendió la vista oral y ha habido que esperar ocho meses más para conocer la sentencia. Es lógico, pues, que esta produzca cierta sensación de alivio.

Las especulaciones técnicas y políticas sobre el alcance de la sentencia del caso Nóos en primera instancia se han cumplido en líneas generales. La infanta es absuelta y simplemente obligada a abonar una pequeña suma -la acusación de Manos Limpias ya se había diluido al desacreditarse la entidad- e Iñaki Urdangarin recibe una condena de seis años y tres meses, inferior a lo que habían previsto los especuladores e infinitamente alejada de la que pedía el fiscal; ninguna de las condenas que se aplican a los distintos delitos que se le imputan excede de tres años, por lo que podría permanecer en libertad hasta que la sentencia sea firme, tras los sucesivos recursos. Las juezas del tribunal balear han sabido hurtarse a la desmesura que ha rodeado todo el proceso y han dictado un reproche penal que parece suficiente para unos delitos en los que se han maridado la ambición primaria del duque y el papanatismo cortesano de un puñado de políticos sin personalidad. En todo caso, 19 años para un delincuente económico es un despropósito del sistema.

La sentencia, menos ejemplarizante de lo que se suponía a priori, corrobora lo que realmente ya se sabía: que la ley es igual para todos y que nadie puede hurtarse ni a las reglas del Estado de Derecho ni a la acción implacable de la Justicia. Pero, en realidad, la principal condena por este caso desafortunado ya la pagó hace tiempo la institución monárquica: la abdicación del rey Juan Carlos, quien tras un declive personal manifiesto fue incapaz de impedir el abuso de su yerno ante la extraña inhibición de la infanta, fue el peaje que la Corona ha tributado por su grave error. Por fortuna, la sucesión estaba perfectamente prevista y la llegada de don Felipe de Borbón a la jefatura del Estado ha suscitado la reviviscencia y la completa recuperación de una institución que de otro modo hubiera podido haber periclitado definitivamente. Es relevante que ayer por la mañana, cuando se conocía la sentencia, el rey estaba presidiendo un acto cultural en el museo Thyssen-Bornemisza de Madrid.

Hoy ya se puede examinar lo ocurrido con la debida frialdad, y todo indica que la responsabilidad moral por el desaguisado ha de cargarse a partes alícuotas a los dos cónyuges del matrimonio Urdangarín. Él, deportista de moderadas luces, no fue capaz de calibrar el riesgo que corría al intentar pasarse de listo en esa España moderna de la competitividad que exige cada vez más transparencia. Ella, más cultivada, implicada en su papel dinástico y con fama de arrogante, pretendió el imposible de conciliar la retórica aristocrática de su posición con la cultura burguesa del pelotazo, sin ver que los privilegios subjetivos del apellido le obligaban a una exquisita delicadeza en todo lo demás. En cualquier caso, no cabe duda de que su negativa a retirarse del orden sucesorio ha perjudicado a la institución monárquica porque ha estrechado el círculo familiar del rey.

Previsiblemente, se iniciará enseguida un largo proceso de recursos, que, con alta probabilidad, rendirá frutos como mucho discretos. Pero de ahora en adelante el asunto perderá potencia y brillo e ingresará en los archivos de aquellos retazos de historia que dejan de pesar en el presente y en el futuro. Al cabo, hechos como estos contribuyen sin duda a perfeccionar la lucha contra la corrupción y a disuadir a los que pudieran sentir la tentación de avanzar por ese camino.

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