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Antonio Papell

Peligra el ímpetu modernizador

El bipartidismo imperfecto que ha regido en este país durante más de treinta años, desde 1982 hasta 2015, había engendrado una dialéctica creativa que, mediante la alternancia, promovió la modernización del país. El cambio de modelo y la estabilización -parece- de un esquema cuatripartito ha detenido aquella dinámica sin reemplazarla por otra nueva.

En efecto, el avance de los grandes países europeos tras la segunda guerra mundial ha sido fruto de un discreto pero perceptible movimiento pendular entre el centro derecha y el centro izquierda. Conservadores y laboristas en el Reino Unido, democristianos y socialdemócratas en Alemania, liberales y socialistas en Francia€ fueron turnándose en el poder para establecer una senda de progreso mediante aportaciones de una y otra parte con un claro carácter acumulativo. En general, las alternancias no formaron un sinuoso zigzag sino que los unos incorporaron pacíficamente las aportaciones de los otros en una secuencia suave. La democracia funcionó con sutileza, tolerancia y alto sentido de la responsabilidad, en manos de líderes generalmente valiosos, dado que la política fue una actividad muy prestigiosa (el pretérito resulta doloroso en este caso).

En España, la izquierda socialista, desde 1982, llevó a cabo una profunda reconversión económica que resultaba indispensable si nuestro país pretendía incorporarse a la UE y competir con su entorno; sólo la izquierda, que aún tenía ascendiente con los sindicatos, podía emprender aquella transformación, que se hizo especialmente traumática en la industria (altos hornos, astilleros, etc.) pero que nos permitió salir de la autarquía. También González empezó a desregular el mercado laboral con grandes dificultades -conviene recordar que la primera medida de esta índole, un plan de empleo juvenil con el que redimir a un millón y medio de parados jóvenes, fue abortada por la huelga general del 14D de 1988 que paralizó el país- y se dieron pasos en el terreno de la apertura de las costumbres y la vanguardia cultural. La derecha, que alcanzó el gobierno en 1986, liberalizó del todo la economía -privatizó el sector público-, acabando en cierta manera la tarea de adhesión a Europa y de incorporación de las nuevas pautas económicas y financieras a nuestro país. Más tarde, el PSOE de nuevo en el gobierno no modificó apenas el rumbo económico, salvo en asuntos menores, pero sí acabó determinadas reformas sociales de gran calado y profundo significado: la incorporación plena dela mujer y de las minorías sexuales, la ley de la dependencia€ Un historiador futuro, ya sin la pasión de lo cercano, establecerá sin duda una ilación fecunda entre ambos términos, derecha e izquierda, en el referido periodo.

Todo indica sin embargo que esta dialéctica ha terminado. El surgimiento de los populismos de todo signo, con un bagaje nuevamente utópico (en el mejor de los casos: hay otro directamente fascista), empuja al centro derecha y al centro izquierda a abrazarse. Sucede en Alemania, sucederá en Francia y aparentemente estamos cerca de ello en España, donde la presencia excéntrica de Podemos, en absoluto dispuesto a pactar con el PSOE, obliga de momento a buscar la estabilidad mediante fórmulas centristas.

No es esta una buena noticia. Los constitucionalistas europeos nunca vieron con buenos ojos la grosse koalition alemana y siempre la consideraron un mal menor, una fórmula que sólo se justifica realmente en situaciones de grave emergencia nacional en que es necesario un gobierno fuerte. Y sin embargo, el pacto derecha-izquierda contra el populismo (que en realidad ya hizo presidente a Chirac en 2002, cuando la izquierda le votó para eludir la amenaza de Le Pen, el otro candidato) anula el ímpetu modernizador, atrofia el debate político, desanima a la sociedad, facilita la corrupción porque relaja los controles y, en última instancia, retroalimenta el populismo.

Deberíamos aprender a salir de este círculo vicioso.

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