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Antonio Papell

Bankia, la regulación y el control

La opinión pública ve sin duda con muy buenos ojos la decisión de la Sección Tercera de la Audiencia Nacional de investigar a las antiguas cúpulas del Banco de España y de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, presididas respectivamente por Miguel Ángel Fernández Ordóñez y por Julio Segura, por haber permitido la salida a bolsa de Bankia en julio de 2011, tras la disparatada fusión de Caja Madrid y Bancaja de junio de 2010 auspiciada por la vicepresidenta Elena Salgado que desarrolló la idea absurda de que de dos entidades en ruinas podía nacer otra saneada.

En nuestro modelo financiero, que es en líneas generales el que predomina en Europa, el Estado establece las reglas de juego -existe una regulación estricta- que el Banco de España, junto al Banco Central Europeo, se ocupa de aplicar y supervisar, para garantizar a los ahorradores sus depósitos y a todos los actores económicos el buen fin de sus operaciones. En coordinación con el Banco de España actúa la Comisión Nacional del Mercado de Valores, dependiente del Ministerio de Economía, que tiene como objetivo velar por la transparencia de los mercados financieros y la correcta formación de precios, así como la protección de los inversores. La falta de regulación de los mercados financieros en los Estados Unidos tuvo que ver con la gran crisis económica, ya que posibilitó el lanzamiento masivo a los mercados de las subprime, las hipotecas basura.

Así las cosas, y dado el fracaso de la salida a Bolsa de Bankia, que lo hizo con un folleto que faltaba claramente a la verdad (como después se vio), es lógico que se pida cuentas al supervisor que debía haber tutelado el interés general y el de los inversores. Y es aún más urgente el requerimiento de tal responsabilidad tras conocerse que inspectores del Banco de España habían comunicado a sus superiores sus temores sobre la inviabilidad de la salida a Bolsa con un sistema de doble banco -BFA-Bankia- para reflotar la entidad. Los correos ahora filtrados afirmaban que el quebranto para el erario público podía llegar a ser de 15.000 millones de euros, y se quedaron cortos: el agujero pasó en realidad de los 22.000 millones y el saneamiento del conjunto de las cajas nos puede acabar costando unos 60.000 millones. En estas condiciones, nadie puede sorprenderse de que se les pregunte a Fernández Ordóñez y a Segura por qué lo hicieron. Lo que no significa ni de lejos que haya de haber delito en tal fracaso ni que este episodio forme parte del repertorio de la corrupción. Sencillamente, cuando un regulador yerra estrepitosamente y provoca una catástrofe, la respuesta no puede ser simplemente cruzarse de brazos y afirmar estoicamente que equivocarse es humano.

Cuestión distinta es si el Banco de España cumplió efectivamente con su papel a lo largo del dilatado período de formación de la burbuja inmobiliaria, a finales del siglo pasado y primeros años de este, cuando las cajas de ahorros cobijaron la corrupción abiertamente, beneficiaron a constructores 'amigos', se saltaron las normas sobre concentración de riesgos y provisiones, y se sometieron a intereses políticos explícitos no siempre nobles y claros.

Es evidente que la respuesta es no. Y es inexorable por tanto reconocer que el Banco de España no advirtió, ni mucho menos denunció, ni interpuso obstáculos técnicos ni administrativos al arbitrario control político de las cajas, que enriquecieron a los constructores amigos hasta la náusea y llegaron a financiar, pongamos por caso, aeropuertos tan exóticos e improductivos como los de Ciudad Real o Castellón. En muchos casos y en este ámbito, las personalidades colocadas estratégicamente al frente de las instituciones actuaron servicialmente y con interesada opacidad, de acuerdo con la tradición autoritaria de la política española, que tan escasas excepciones ha registrado. Y tampoco se trata de abrir ahora necesariamente una gran causa general sino de decir, al menos, cuatro verdades para orientar a los historiadores que vienen detrás.

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