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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Tras Vistalegre II

Sin vocación institucional ni una respuesta coherente a los desafíos políticos de la actualidad, el discurso de Podemos tensa probablemente al PSOE pero deja huérfano el gran espacio del centro moderado, que no desea aventuras extrañas, en beneficio del PP

La ciencia política ha establecido una distinción nítida entre demagogia y populismo. Demagogos son casi todos los partidos; populistas, sólo unos pocos. La demagogia puede sostener que bajando impuestos se reduce el déficit público o que se pueden subir indefinidamente las pensiones a pesar del envejecimiento de la población: son promesas baratas que se utilizan como señuelos electorales. El populismo, en cambio, desea liquidar las instituciones y es abiertamente antipluralista. Los demagogos recurren a las simplificaciones y a la brocha gorda para halagar al electorado; los populistas no reconocen otra autoridad moral que la que ellos se arrogan en nombre del pueblo. Son distintas matizaciones: un demagogo quizás termine convirtiéndose en populista, aunque no de forma necesaria; un populista, sin embargo, siempre es demagogo. Obama actuó en ocasiones de forma demagógica, Trump es populista. PP y PSOE emplean con asiduidad la demagogia, tanto en campaña como en el gobierno; Podemos es populista.

La mejor introducción a lo que la política moderna entiende por populismo la encontramos en un breve ensayo del profesor Jan-Werner Müller titulado What is Populism? (¿Qué es el populismo?). El autor aporta tres características esenciales a la hora de apoyar su definición: es antielitista, se atribuye el derecho de hablar en nombre del pueblo auténtico y es identitario en el sentido más excluyente del término; a lo que hay que añadir el uso de una retórica enfáticamente moralista. Se contrapone el pueblo soberano, al que se le conceden todas las virtudes, y unas elites corruptas y enfermas, a las que maldicen continuamente. Según la lógica podemita, se trataría del pueblo frente a la casta, aunque la definición de lo que constituye la casta resulte mutable y mutante; es decir, "casta" sencillamente son todos aquellos que no se suman a la lógica de la ruptura. Y quizás muy pronto, o ahora mismo, Iñigo Errejón -el gran derrotado de Vistalegre II- ya esté formando parte de esta casta a la que hay que demonizar.

Cabe pensar que las diferencias entre Iglesias y Errejón son más tácticas que estratégicas, más coyunturales que morales. Obedecen, en todo caso, a la tradición de la izquierda revolucionaria, así como al cainismo que se practica entre sus distintas ramificaciones. Con un discurso más posibilista, Iñigo Errejón reivindicaba el pluralismo, apelando a la transversalidad del centro más que a los extremos comunistas o antisistema. Que fuera un movimiento táctico o una convicción democrática resulta ya más discutible. La victoria de Iglesias, en cambio, subraya la concepción populista del partido que fundó, encerrado en el discurso incendiario de la protesta. Si Errejón quería seducir al votante socialista, Iglesias busca destruir al PSOE en su asalto a La Moncloa. Sabe que sólo la demolición del partido socialista puede permitirle alcanzar el poder que él desea. Depende en gran medida de los resultados que Pedro Sánchez obtenga en las próximas primarias. Sánchez seguramente sea, a día de hoy, el político nacional más irresponsable.

La nueva radicalización populista de Podemos facilita el camino a Rajoy, que puede decidir adelantar las elecciones generales al próximo año; sobre todo si Ferraz se empeña en no aprobar los Presupuestos Generales. Lo cual supondría perder también el caudal reformista que pudieran aportar los nuevos movimientos de la izquierda. Sin vocación institucional ni una respuesta coherente a los desafíos políticos de la actualidad, el discurso de Podemos tensa probablemente al PSOE pero deja huérfano el gran espacio del centro moderado, que no desea aventuras extrañas, en beneficio del PP. Con el crecimiento económico, que todavía proporciona cierto oxígeno a los populares, Rajoy puede coquetear fácilmente con la convocatoria de unas nuevas elecciones generales en 2018. Sabe que enfrente tendrá, por una parte, a un PSOE fracturado y sumido en una grave crisis de liderazgo y de ideas y, por otro, a Podemos, que ha abrazado definitivamente la lógica antipluralista del populismo. La rueda de la fortuna parece sonreír al líder del PP en estos momentos. Errejón era un rival más temible que Iglesias, aunque su fondo tal vez fuera el mismo. El problema es el país, que necesita una propuesta mínimamente coherente de futuro que vaya más allá de la gestión cotidiana.

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