Opinión | Las siete esquinas
Eduardo Jordá
Los duelistas
Roger Federer tiene 35 años. Rafa Nadal, 30. Para esta época infantiloide instalada en una edad mental que no supera los doce años los dos tenistas son ya mayores, o incluso viejos. De Federer creíamos que se había jubilado y se dedicaba a dar clases de tenis a mil dólares la hora en alguna escuela privada de Miami o Las Vegas. De Rafa Nadal sabíamos que llevaba años de declive físico y deportivo. A veces lo veíamos en un telediario, cuando se nos decía que había perdido en un remoto torneo (en Doha, por ejemplo) ante un tenista de nombre ignoto, número 127 en el ranking de la ATP. En cierta forma, tanto Federer como Nadal eran viejas glorias, eso que en América llaman has-been, alguien a quien se le ha pasado la hora y que debería retirarse si no quiere seguir haciendo el ridículo.
Por fortuna estábamos equivocados. El domingo pasado volvimos a verlos en una final de ésas que no te permiten moverte del asiento, como las finales agónicas de Wimbledon en las que los dos se habían batido hace ya nueve o diez años, sólo que esta vez la final se jugaba en el Open de Australia. De repente, al sentarnos frente a la tele el domingo por la mañana, todos habíamos rejuvenecido diez años: allí estaban otra vez Nadal y Federer, jugando igual de bien, o casi mejor si eso es posible, y sobre todo, conservando esa elegancia y esas buenas maneras que ahora resultan tan inusuales que parecen de otra época, como si pertenecieran al vetusto Imperio austro-húngaro. ¿Qué deportista diría ahora que su contrincante merecía ganar el partido igual que él, como hizo Federer con Nadal? ¿Y quién sería capaz de felicitar con caballerosidad y con humildad al ganador, como hizo Rafa Nadal? ¿Qué Cristiano Ronaldo de estos días tendría la generosidad de elogiar el juego, la técnica, la pericia y el sacrificio del rival? ¿Y quién sabría mirar a los ojos del oponente, con quien ha estado disputando tres interminables horas de partido, para estrecharle la mano con un gesto de reconocimiento que viene a decir: "Si tú no jugaras así de bien, yo no sería quien soy?" Nadie, me temo, nadie.
En 2006, hace once años, David Foster Wallace escribió una larga crónica sobre la final de Wimbledon entre Federer y Nadal. Foster Wallace, que de niño había querido ser tenista a los catorce años era el segundo mejor jugador de su distrito en Illinois, era un fan incondicional de Federer. Lo consideraba el mejor tenista de su época y quizá o sin quizá el mejor tenista de la historia. El más inteligente, el que tenía un juego más preciso y variado, el que mejor sabía romper el ritmo del rival, el que mejor planificaba las jugadas para anticiparse a cualquier iniciativa de su contrincante. En opinión de Foster Wallace, Federer sólo tenía un problema: era psicológicamente vulnerable y al final podía caer derrotado por la resistencia anímica de su rival. De todos modos, Foster Wallace era un incondicional de Federer. En su opinión, Rafa Nadal era un "hombretón" que representaba "la virilidad apasionada del sur de Europa contra el arte intrincado y clínico del norte. Dionisio y Apolo. Cuchillo de carnicero contra escalpelo". El arte, por tanto, era sólo de Federer; Rafa Nadal tenía que conformarse con la fuerza, la resistencia, la tenacidad. Lo dionisíaco. La explosión del cuerpo.
Y sí, es cierto que el juego de Nadal no es tan elegante ni tan apolíneo como el de Federer. Si Federer es una especie de ajedrecista del tenis, Nadal es más bien un campeón de triatlón, alguien inagotable que corre y corre sin parar. Su juego es musculoso, a veces demasiado ruidoso esos gruñidos, esos jadeos, y quizá incluso demasiado combativo. Nadal se pelea con la pelota, mientras que Federer parece mimarla, quererla. De acuerdo. Pero Rafa Nadal tiene algo que Federer no tiene ni tendrá jamás: cuando lo ves jugar, y sobre todo, cuando lo ves fuera de la pista, te das cuenta de que te está enseñando a comportarte, a ser mejor, a llegar mucho más lejos de lo que has llegado hasta ahora. En cierto modo, Rafa Nadal te invita a ser mucho mejor de lo que eres. En Manacor me contaron que un pintor amigo suyo le pintó un retrato. El pintor llamó a su familia para preguntar cuándo quería que les llevara el cuadro. "No, no, no el duguis le contestó el padre, o el tío, ya no recuerdo. En Rafel vendrà a cercar-lo a ca teva quan tengui un moment". ¿A qué no imaginan un gesto así en nadie más? Esa humildad, esa capacidad de hacer las cosas porque hay que hacerlas, ya que uno no es un genio ni un campeón, sino un simple ser humano que está obligado a conseguir las cosas como cualquier otro. Y ahí es donde Rafa Nadal ganará siempre los partidos. Cada vez que la da a la bola, cada vez que corre por la pista, oímos una voz que nos susurra al oído: "Tú también puedes hacerlo mejor".
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