Opinión
José Carlos Llop
Los que fuimos cuando todavía no éramos
Ahora que se ha publicado en España la traducción de las memorias de Françoise Hardy, me he acordado de una fotografía a la que en estos últimos tiempos he acudido a menudo. En ella se ve a la cantante „delgada, elegante como una gacela, ojos preciosos y muy larga la cabellera„ paseando con un amigo suyo, el escritor Patrick Modiano, por el bulevar de Saint-Michel „o por el de Saint-Germain, no recuerdo ahora„. Ninguno de ellos ha cumplido los veinticinco aún y los dos son muy altos. En ese momento Modiano no es, exactamente, un escritor. Sólo ha publicado su primera novela „premiada y acogida con gran éxito crítico„ pero nada más. Ella, Françoise Hardy, sí es cantante. Reconocida y con varios discos ya, quiero decir (aunque nunca haya sabido cómo manejar su altura al bailar, entre la timidez y la torpeza).
En esa fotografía existe una complicidad que no sabría definir, porque la personalidad de cada uno „potentes ambas„ camufla su sentido. ¿Había, o hubo, amor? Es posible, aunque no consta en parte alguna. Pero lo que más me interesa, cuando miro la imagen, es lo que habría habido de seguir ese paseo juntos. Por la vida, digo. Sabemos lo que ocurrió y lo que ocurrió, no nos engañemos, son los libros de él y las canciones de ella (él le escribió un par de letras entonces) pero, ¿qué habría ocurrido? La vida tiene a veces estos regalos: no sólo lo que pasa o ha pasado, sino lo que podría haber pasado. Unos saben detenerse ante ellos y disfrutarlos; otros los menosprecian o pasan de largo porque les complican su nueva travesía.
"No hay amor feliz", escribió Louis Aragon en un poema y Georges Brassens lo musicaría. Françoise Hardy los interpretaría a ambos en una de sus canciones más hermosas. Fue una lección que aprendimos pronto „no hay amor feliz„, bailando casi a oscuras al son de su música y su voz, antes de apartarla en favor de otras músicas y voces que nos han acompañado toda la vida (de Bob Dylan „a quien le encantó la cantante francesa„ a Leonard Cohen, pasando por Neil Young, por ejemplo). Ahora es un recuerdo más. Como lo es la primera vez que escuché a Françoise Hardy, en casa de mis abuelos maternos, en un disco de 45 r.p.m. que había traído mi prima Mercedes de Barcelona. Los primos que la escuchamos en silencio éramos niños todavía y la canción, Touts les garçons et les filles de mon age, una especie de himno de la época. No el mío, ni mi época aún, pero es el primer recuerdo que tengo de su voz, ingenua, poco modulada y vacía todavía de la densidad que dan, precisamente, las cosas que ella ha cantado: los amores y los días. Podría contar más, pero sólo añadiré la espera de una mujer que no llegó pese a estar muy cerca; probablemente más cerca que ninguna otra en ese momento. En la cafetería donde yo me encontraba sonaba, precisamente, Il n'y a pas d'amour heureux, como un aviso. Y cuando voy a París, suelo sentarme un rato en uno de los bancos de la pequeña y arbolada plaza de Louis Aragon „el poeta que mejor ha cantado la relación entre el amor y la ciudad„ frente al Sena, siempre solitaria. Es un sitio estupendo para pensar en las cosas importantes que le han pasado a uno „en las cosas y personas que han sido importantes para uno„ y a veces se me cuela la melodía de aquella canción: Il n'y a pas d'amour heureux.
Pero volvamos a la fotografía y a las memorias de Françoise Hardy, tituladas La desesperanza de los monos y otras bagatelas (aquí quizá las hayan titulado de otra manera, no sé). En sus páginas cuenta que conoció a Patrick Modiano y a Michel Ducrocq el mismo día. Lo leí hace varios veranos, junto al mar. Picoteaba el libro aquí y allá y me encontré con un pasaje donde habla del encuentro, a la salida de un teatro, con dos hombres jóvenes y guapos, uno rubio y otro moreno: "El rubio, Michel Ducrocq, tenía un talento original, pero nada estructurado ni enfocado. Mireille, de quien él había sido alumno, me lo confió: él no comía si no tenía hambre y si había suerte, yo me cuidaría de nutrirlo. La misma recomendación me había hecho respecto al moreno, Patrick Modiano, que visitaba frecuentemente a Emmanuel Berl€ Cuando Michel Ducrocq recibió una cuchillada sobre la que no dio ninguna explicación, comprobé que su toxicomanía era imparable. Después de una temporada de sufrimientos se arrojó al metro. Patrick, que tenía tantas razones para destruirse, acababa de publicar su primera novela, El lugar de la estrella, y se había convertido en el mejor escritor de su generación".
Pues eso. La tarde en que le dieron el nobel de literatura a Modiano „lo he contado en alguna ocasión„ el teléfono de casa parecía el de su consulado en España. En una de las entrevistas que me hicieron conté esa anécdota de las memorias de la cantante, que el periodista desconocía. La conté en respuesta a una de sus preguntas. Al día siguiente, su periódico „de tirada nacional„ publicaba dos páginas de reportaje donde se incluía mi entrevista, pero la anécdota había desaparecido de la misma y en cambio el periodista abría con ella, como si fuera cosecha propia. Por supuesto aquel joven desconocía el mundo de la Hardy. Quizá ahora lea sus memorias, pero no lo creo: ya no las necesita.
Los demás sí. Los demás „algunos, al menos„ necesitábamos saber quién era aquella mujer que nos introdujo en el territorio más complejo: la educación sentimental y su pasaporte amoroso. El único que tenemos para cruzar las verdaderas fronteras de la vida y conocer lo mejor que en ella se encierra. La mujer que nos introdujo, de rebote, en Jane Birkin y Serge Gainsbourg. Y esa mujer poco tiene que ver con la estética ye-yé de los 60. Léanla los que con ella bailaron en la adolescencia y comprenderán por qué unas canciones que con el tiempo alguien podría decir que son banales o superfluas, ocultan y se sostienen sobre una boscosa espesura que a veces pone los pelos de punta. Siempre es el arte lo que nos salva y esto también lo intuimos, por primera vez, oyéndola cantar. Cuando todavía no éramos.
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