Opinión | Las siete esquinas
Eduardo Jordá
Rey Trump
L a semana pasada hablaba aquí del pobre Matasetzes, un interno de la Misericòrdia de Palma que perseguía a los niños que salían del colegio de la Salle por la Vía Alemania. Uno de aquellos niños era mi padre. Un amable lector me ha recordado que mi padre no pudo ir al colegio de la Salle en Vía Alemania porque en su época, en los años 40, el colegio estaba en la calle Concepció. Sí, eso ya lo sabíamos Joan Riera, que lo sabe casi todo de Palma, ya me lo había advertido, pero el problema es que Matasetzes perseguía a los niños y a los adultos por todo el centro de Palma, desde el Borne hasta la Vía Alemania. Y fue allí, en la Vía Alemania, donde mi padre tuvo sus encuentros más estremecedores con aquel vagabundo medio loco que enarbolaba un garrote y asustaba a los niños.
Pero el Matasetzes que me preocupa ahora no es el pobre interno de la Misericòrdia, sino otro Matasetzes bien real que el viernes pasado juró su cargo de 45º presidente de los Estados Unidos. Si alguien era tan ingenuo como para imaginar que Trump iba a moderar su discurso al llegar al poder, aquí tiene la prueba de que estaba equivocado. El discurso inaugural de Trump fue un discurso de matón es decir, de "matasetzes" en catalán de Mallorca: despectivo, arrogante, agresivo y repleto de bravuconadas que cualquier persona con dos dedos de frente debería saber que son imposibles de cumplir. Ni siquiera en un guión de Hollywood hay una gran película de los años 40 sobre un demagogo de Louisiana, "Todos los hombres del rey", interpretada por Broderick Crawford podría aparecer un personaje que representase tan bien todos los tics ideológicos de la demagogia y el populismo: "Estamos transfiriendo el poder de Washington y devolviéndoselo al pueblo". "De ahora en adelante una nueva visión gobernará esta tierra: América primero". "Vamos a erradicar el terrorismo islámico de la faz de la Tierra". "Dos reglas sencillas: comprar productos estadounidenses y contratar a ciudadanos estadounidenses". Todas estas frases, y muchas más así, figuraban en el discurso inaugural. Cualquiera que se haya dado una vuelta por las zonas industriales de EEUU sabe que es imposible resucitar una industria que ha desaparecido casi por completo. Y cualquiera con unos mínimos conocimientos de lógica sabe que ese puñado de millonarios y generales prostáticos que Trump ha metido en su gobierno son al pueblo lo mismo que las modelos de Women´s Secret a las cajeras de supermercado. Pero da igual. Trump sigue repitiendo sus bravatas y sus insultos sabiendo que mucha gente le ha votado justamente por eso: para que siga repitiendo sus bravatas y sus insultos.
Como es natural, en la toma de posesión de Trump no hubo un poeta invitado a leer un poema, como sí ocurrió con Obama y como también había ocurrido antes con muchos otros presidentes, desde que Kennedy, en 1961, invitara a leer un poema a Robert Frost en el día de su toma de posesión. Cuando Kennedy le mandó un telegrama a Frost proponiéndole su participación, el viejo poeta le contestó con otro telegrama: "Si a su edad usted ha tenido el honor de llegar a ser presidente, a mi edad yo también debería tener el honor de participar en su toma de posesión". Kennedy tenía 43 años. Robert Frost, 87. Me pregunto por qué no quiere nadie imitar en Europa una de las más bellas costumbres de la democracia americana: el poema leído en la toma de posesión.
Aún hay gente que se pregunta cómo es posible que haya ganado Trump, pero lo difícil en una sociedad tan infantiloide como la nuestra no es que haya ganado Trump, sino que ganase hace ocho años un presidente tan culto y elegante como Obama. En realidad, Trump es el producto genuino de una sociedad la nuestra también que se ha vuelto pueril, que odia la responsabilidad individual y que desprecia los hechos objetivos porque prefiere sus confortables delirios ideológicos convertidos en tabúes incuestionables. Y también hay que contar, por supuesto, con la típica obcecación de una izquierda no menos infantiloide e irresponsable. Si en EEUU la izquierda se empeña en imponer un modelo ideológico de cuotas y de identidades varias, la minoría mayoritaria los hombres blancos de clase mediabaja que viven en las zonas rurales ha decidido pasar a la acción al ver que Trump era el candidato que por primera vez la representaba con todas las de la ley. Estados Unidos se ha convertido en un país escindido en dos mitades: las prósperas zonas urbanas de la Costa Este y Oeste, y en medio, una inmensa tierra baldía de pequeñas localidades arrasadas por la droga y la falta de expectativas laborales. Hace unos años, la heroína y la metanfetamina eran un problema de los guetos urbanos de Chicago y Los Ángeles, pero ahora son un problema de las vastas áreas rurales donde los traficantes campan a sus anchas y donde el modo de vida tradicional la fábrica, la familia, la iglesia se ve amenazado por un montón de enemigos reales e imaginarios. Y el centro izquierda, por desgracia, no ha sido capaz de ver nada de esto, enfrascado como está en su fascinación identitaria por las minorías (los transgénero, los inmigrantes, las feministas, etc, etc). Vienen tiempos interesantes.
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