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La confusión

El verbo confundir tiene como primera acepción del diccionario de la RAE, dícese de "Mezclar cosas diversas de manera que no puedan distinguirse"; es esa una afición de no escaso arraigo en nuestros paisajes y entre nuestro paisanaje, de hecho es casi nuestra segunda religión, el Íberoconfucionismo; aquí se mezcla todo, creando una especie de batiburrillo conceptual de tal forma que nos lleva a absurdas convicciones.

Aquí no puedes decir que te gusta escuchar un pasodoble o una marcha zarzuelera porque eso te convierte, para no pocos, en un trasunto de Queipo de Llano o de Millan Astray; no puedes manifestarte lector los Episodios Nacionales de Don Benito Pérez Galdós, eso te acerca peligrosamente a un nacionalismo españolista y recalcitrante; pero tampoco puedes defender tu particular cultura isleña y decir que sigues leyéndote de cuando en cuando la recopilación en catalán-mallorquín de Rondalles de D. Francesc de Borja Moll, o que sigues siendo un admirador del arte, casi circense, de los "Castellers de Valls", sin que te pongan, te impongan, de forma inmediata el sello de "catalanista". Así de rupestres son para algunos las conclusiones.

A ver, pues, si de una vez por todas usamos esa cabeza pensante y no las otras noventa y nueve embestidoras y dejamos de ser tan simples, tan simplicistas, en adjudicar cualidades, sean estas beneficiosas o maléficas, y etiquetas a los demás por una simple expresión de pensamiento, afición, gusto o disfrute musical; las personas son, somos, algo más complejas que todo eso; basta ya de utilizar esa especie de regla de premisa igual a conclusión, utilizada a modo de tragaperras ideológico, por aquí pongo la una y por allí sale la otra, basada puramente en conjeturas de quien las conjuga a su manera sin tener en cuenta que entre la primera y la segunda debe de existir una adecuada, y por demás profunda, carga de razonamiento. No se mi esperanza es algo vana.

Pero tal modo de conducirse es tan internacional como la Coca Cola. Se demuestra mediante la observación de otra de las características de esa especial morbidez intelectual que es el confundir la obra del autor con una determinada tendencia social, política o incluso racial; decía Woody Allen que cada vez que escuchaba música de Wagner le entraban ganas de invadir Polonia; eso en boca, en palabras del neoyorquino queda bien porque Allen es un genio del humor absurdo, pero expresado sin la peculiar visión del hipocondríaco de Brooklyn resta solamente lo absurdo del aserto; el ser un degustador de la música del músico alemán no le convierte a uno, de golpe y porrazo, en un nazi peligroso, calzado con botas de montar y un brazalete, con la esvástica, en su manga. El que algunas de sus músicas hayan sido utilizadas por la maquinaria de propaganda nazi no la convierte en pecaminosa, ni en ser merecedora de ser calificada como anti algo; el que su autor tuviera algunas ínfulas antisemitas, aun cuando también las tenía anarquistas, anti sistema avant la garde e incluso pacifistas, no desmerece un ápice su vena artística, y la belleza de algunas de sus creaciones.

Aquel régimen también confundió de forma perversa obras y autores mandando a la hoguera un sinfín de ellas o prohibiendo otras por el origen social o étnico, o por la forma de pensar de su autor; la música del judío Mendelsshon fue objeto de prohibición por el mismo régimen germano que mantenía la música de un casi contemporáneo Haydn, en su himno nacional; la música de ambos es igualmente sublime y es absolutamente inocente de sus usos en un sentido y en otro.

Ya ven que no tenemos los celtiberos en exclusiva esa ansia por calificar a las personas y a sus obras por sus gustos, por sus orígenes, por sus formas de pensar o de vivir. Quizá los que practican, aquí y ahora, esas tendencias confucionistas deberían considerar el acercamiento de sus particulares construcciones opinantes, su forma de conducirse, con aquellos que arrojaban libros a la hoguera por el mismo enfermizo razonamiento.

Y en todas partes cuecen habas; hay que recordar que en el Israel moderno se prohibió la música de Wagner durante 53 años por haber sido utilizada por el régimen nazi, cuando don Richard había fallecido en Italia en 1883, esto es seis años antes de la llegada al mundo de un niño llamado Adolf Hitler; finalmente Daniel Barenboim, dirigió en 2001 una interpretación de la Obertura de Tristán e Isolda en Israel, lo que provocó un reguero de críticas y ataques de los ciudadanos israelíes que confundían de nuevo la música del Maestro de Leipzig, con una política criminal y oscurantista (a veces me pregunto qué hubiera pasado si Hitler hubiera sido más forofo de la música de Mozart o de Bach que de la de Wagner), régimen que ciertamente llevo a millones de judíos y de no judíos a un destino cruel, olvidando los entonces protestantes, quizá, que el Padre del moderno Israel, Theodor Herzl, decía que había escrito un libro, trabajando de forma extenuante, noche y día, con la distracción única de escuchar por las tardes a Wagner, en particular la Obertura de Tanhäuser, una opera a la que iba tantas veces como se representaba; el libro que escribió se llamaba El Estado Judío.

Nada mejor para expresar ese sinsentido conceptual que las palabras del Maestro Barenboim: "Una dificultad de nuestros días es que la gente restringe sus intereses a cada vez más pequeños detalles y frecuentemente con escasa sensatez en observar como las cosas intermedian una con la otra, formando todas juntas un todo", y es ese todo lo que realmente importa.

Así que mi consejo para este año entrante es que vayan, que vayamos, un poco más allá de los prejuicios, de los clichés, de las conclusiones fáciles, de las inexactitudes repetidas mil veces, y procuren para sí mismos ese placer de pensar, aún cuando ese pensar por uno mismo pueda llevar al error, pues hay más mérito en equivocarse algunas veces en base a las propias elucubraciones que acertar siempre apoyándose en los razonamientos absolutamente ajenos. Otro iconoclasta, Francois Trufaut, decía que no puedes adelantar a nadie cuando caminas sobre sus huellas.

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