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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

El beso

Hay una gran diversidad de besos. Aunque toda clasificación no deja de ser arbitraria, podemos dividirlos en besos sexuales, besos de celebración y sociales o políticos. Los sexuales son aquellos que obedecen a la pulsión del atractivo sexual. Son en sí mismos actos sexuales generadores de placer, anticipen o no una relación genital. Los hay suaves como roces de pétalos; otros, como fucilazos en el horizonte que iluminan pero no aturden; los hay circundantes, como los hay penetrantes; voraces, caníbales; y los hay, más escasos, que producen descargas eléctricas en las mucosas, como si te conectaran los dos polos de una pila de doce voltios a los labios, como un temblor epiléptico. Tienen que ver con la pasión amorosa, con el enamoramiento. Unos ejemplos icónicos podrían ser los de Cary Grant e Ingrid Bergman en Encadenados, de Hitchcock, los de Bogart con Ingrid Bergman en Casablanca, o los de Débora Kerr y Burt Lancaster en De aquí a la eternidad. En los besos sexuales se produce un intercambio de fluidos que supone, con una duración de diez segundos, una transferencia de ochenta millones de bacterias. Hay parejas que enriquecen las cotas de placer intercambiando otras sustancias, además de los gérmenes, como el alcohol, el chocolate... Otras, evitan mezclar placeres ya que focalizarse en uno les sustrae la plenitud de otros.

Los besos de celebración son aquellos que festejan una emoción distinta a la estrictamente sexual. Un ejemplo paradigmático podría ser el beso entre un soldado estadounidense y una enfermera fotografiado por Alfred Eisenstaedt en Times Square el 14 de agosto de 1945 celebrando el día de la victoria sobre Japón, que fue portada de Life. Otro, es la foto de Doisneau de la pareja besándose frente al ayuntamiento de París en 1950; aunque no fue una foto espontánea, simboliza y celebra el amor, París. Lo son también los besos que intercambian parejas y familiares separados embargados por la emoción del reencuentro; los protagonizados por gentes que viven una emoción intensa, como sacar la lotería, un nacimiento, la muerte. Parece como si la emoción individual precisara de un canal, el beso, para ser transferida y compartida con otros, de forma que la energía y la tensión generada por la emoción necesitara ser conducida y disipada para poder recuperar el equilibrio homeostático. Así, el beso podría ser considerado un mecanismo entrópico.

Los besos sociales o políticos son aquellos que son signos o símbolos de aspectos de la vida social, refuerzos sociales. Son los besos de salutación, sea en los labios, sea en las mejillas, entre una pareja, entre padres e hijos, entre conocidos o entre los que traban conocimiento, propios de los países del sur de Europa. En los países del norte, de tradición más puritana, son considerados impropios de una relación estrictamente formal. Un ejemplo es el beso a Jesús de Judas Iscariote, como el representado por Giotto, que simboliza tradicionalmente la traición. Otro muy publicitado es el beso entre Leónidas Brézhnev y Erich Honecker en 1979 que se convirtió en símbolo de la Guerra Fría. Para sus protagonistas simbolizaba otra cosa: la solidaridad comunista entre el PCUS y el SED, entre la URSS y la RDA, la irreversibilidad de una Europa dividida, el supuesto internacionalismo proletario. Si el beso entre dos jóvenes, transmite la alegría y la luz del vivir, la contemplación del beso entre dos ancianos de la nomenclatura comunista, sugiere el chocar patético de dos cerámicas flotantes. Ver aquellas ajadas bocas encajadas produce una incómoda sensación de obscenidad, la injusta consideración del deseo en la vejez, sombrío, indecoroso, como si fuera inadecuado a su tiempo.

La semana pasado vimos como Iglesias y Errejón se besaban. No era un beso sexual, ni de celebración. Pretendía ser un beso político. Podemos sufre una alucinación colectiva. Adanistas, creen que inauguran una nueva época. Y desarrollan ritos de identificación, como esa repetida flexión del brazo coronado por el puño, el viejo puño alzado de los revolucionarios, que tantos levantamos en la juventud, cuando no éramos plenamente conscientes de la incomodidad de un gesto incompatible con la complejidad humana, primitivo, como la emoción ante otros símbolos como banderas e himnos, fascinados por escatologías sociales. O este otro signo de pertenecer a la manada de los buenos que, vista la tensión interna que, entre moderados y radicales, se ha disparado en los prólogos de su congreso, han presentado, ufanos, ante la sociedad: el brazo estirado con la mano abierta, que parece que quiere significar fraternidad y unión.

No por casualidad, la gestualidad, sea con los brazos en alto, con antorchas, sea con el puño o con la mano abierta, sea con los besos o con el simulacro de besos, es propio de movimientos políticos implícita o explícitamente totalitarios, incluido, naturalmente, el nacionalismo. Se trata de estadios primitivos, preverbales, preilustrados, desencadenantes de emociones inmediatas, donde lo importante no es la comunicación entre humanos sino la comunión emocional de la identificación con símbolos de la totalidad. Están emparentados con la pulsión romántica de la regresión al origen, del retorno desde la angustia de la escisión moderna al sosiego del Uno primordial.

Lo trascendental para conseguir el poder en Podemos no es la palabra, el logos, la racionalidad, sino el gesto y el espectáculo. La palabra que articulan es la que niega, que tantos hemos pronunciado. Pero no son capaces de articular la que se convierte en vehículo real de futuro, porque ésta es incompatible con la demagogia, que es conjurar un futuro sin posibilidad de futuro. Sea con un niño de teta, con las rastas, haciendo una rueda de prensa sentados en el suelo alfombrado del Congreso, o morreándose ante las cámaras, la cuestión es, en un mundo amenazado por el primitivismo del poder de la imagen y de la identidad, sumergirse en sus claves, hacer suya la imagen y la identidad para conseguir el poder político. Hubo un tiempo en que el beso boca a boca, diente a diente, en la plaza pública, protagonizado por gays y ácratas en los setenta, entre otros, de escritores que ahora adoran el becerro identitario del nacionalismo, era un gesto de provocación en una sociedad en tránsito convulso a lo desconocido; donde lo desconocido, fuere lo que fuere, emitía unas ondas gravitatorias irresistibles. El beso entre Iglesias y Errejón no es más que espectáculo. Y, aunque pretenda inscribirse en la continuidad simbólica del beso comunista de Brézhnev y Honecker, no alcanza ni de lejos su poder icónico. Aquellos ancianos decrépitos succionándose uno al otro desprendían autenticidad política, por muy repugnante que fuera. Encarnaban la tragedia ideológica de millones de seres humanos en Europa bajo el totalitarismo. Errejón se limita a restregar sus labios contra los de Iglesias, en lo que no es más que farsa. Ni tensión eléctrica, ni voracidad caníbal, ni celebración, ni gesto político. Símbolo no, simulacro, significante vacío.

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