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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Pasar página

Con la muerte de Fidel Castro se va cerrando paulatinamente el siglo XX. Al menos, en lo que concierne a sus últimas figuras icónicas...

Con la muerte de Fidel Castro se va cerrando paulatinamente el siglo XX. Al menos, en lo que concierne a sus últimas figuras icónicas. Permanecen algunos escritores y músicos -de Vargas Llosa y Philip Roth, por ejemplo, a Bob Dylan-; pero, en lo que respecta al carisma político, seguramente sólo quedan dos figuras del pasado siglo -pienso en Mijaíl Gorbachov y en Joseph Ratzinger- que ejemplifican, a su vez, alguno de los múltiples rostros del fracaso. Un fracaso, por supuesto, que también define la trayectoria del dictador cubano, a pesar de que su retórica perdure en las distintas revoluciones bolivarianas -cuyo principal resultado ha sido el empobrecimiento de buena parte del Cono Sur- o en los nuevos movimientos antisistema que sacuden Europa. A quienes prefieren buscar matices en las dictaduras a la vez que insisten en emplear la brocha gorda con la democracia, les gusta subrayar que la Cuba de Castro combatió con éxito el analfabetismo de las masas, redujo la mortalidad infantil y situó la sanidad del país dentro de unos estándares aceptables. Todo esto es cierto, como también lo fue el coste de ese presunto paraíso, que incluyó a cientos de miles de represaliados. En un largo reportaje sobre la Cuba actual en Letras Libres, el ensayista mexicano Enrique Krauze nos mostraba con precisión estadística la profundidad del pozo negro que ha dejado el medio siglo de castrismo. «Si se pasara página -escribe Krauze-, nadie recordaría que antes de la Revolución Cuba producía el 80% de sus alimentos. (Hoy importa esa misma proporción). Si se pasara página, nadie se preguntaría por qué la producción industrial entre 1959 y 1989 cayó un 45% y la azucarera un 80%. Estas y otras cifras económicas no son resultado del embargo. Y, sin negar los avances considerables del régimen en materia de educación y salud, nadie se atrevería tampoco a recordar lo que incluso algunos historiadores marxistas han terminado por admitir: el hecho de que Cuba en los años cincuenta, a pesar de la dictadura de Batista y de las desigualdades sociales, regionales y étnicas de la época, mostraba índices claros y crecientes de progreso económico y social». Todo ello, a pesar de la enorme inyección económica que durante décadas ofreció la URSS y, ya en estos últimos años, el petróleo venezolano. Un país sin libertades ni democracia, sin industria propia, sostenido por la mentira y las transferencias de dinero de otros gobiernos, define la puntillosa contabilidad de una Numancia erigida en contra de su pueblo. Si Castro constituye una figura icónica, entonces la sombra que ha proyectado es bastante oscura. Por supuesto, en la historia del siglo XX abunda estos iconos negativos.

Cabe preguntarse cuál será el futuro de una Cuba desligada de los hermanos Castro. ¿Se perpetuará el régimen comunista bajo otros líderes o se abrirá a una democracia pactada, como sucedió en España con la Transición? Nadie lo sabe, a pesar de que cuesta creer que el castrismo pueda perdurar mucho más allá de Raúl. Mientras Venezuela colapsa y la Bolivia de Evo Morales carece de peso internacional, Cuba continúa necesitando del apoyo exterior para sobrevivir. ¿Volverá a ocupar ese lugar referencial la nueva Rusia de Putin? ¿Lo hará China o los Estados Unidos de Trump? La posibilidad de un pacto democrático, sedimentado previamente por el comercio, la apertura internacional y el acuerdo de las naciones, resulta ahora más difícil que hace unos años, cuando Obama y el papa Francisco facilitaron el deshielo. Con el desprestigio de la política se ha impuesto una mayor agresividad en las relaciones entre los países. Es un síntoma de algo más grave.

Cuba, adonde sea que se dirija, tendrá que pasar página y mirar hacia el mañana. Un futuro que lógicamente ya no pertenecerá a la retórica del castrismo y, aún menos, a sus hombres. También los símbolos envejecen en el geriátrico de la Historia y, así como la Perestroika llegó a la URSS y Deng Xiaoping revolucionó la China de Mao, el porvenir de Cuba corresponde al concierto de las naciones, no como una Numancia ni una Masada, sino como un país libre, abierto e imperfecto. Un lugar que reconozca las libertades originarias de sus ciudadanos y no el mito de una falsa utopía que se alza contra el mundo desarrollado.

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