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Antonio Papell

Monarquía y Constitución

Los actos institucionales del Rey encuentran, de un tiempo a esta parte, una evidente frialdad, ciertamente respetuosa por ahora, de Unidos Podemos y de alguna minoría parlamentaria periférica y radical, que cabe englobar en el capítulo de las organizaciones antisistema.

Para estos grupos, la legitimidad del régimen de 1978 es dudosa, por lo que el sistema constitucional establecido debería ser reemplazado por otro mediante un nuevo proceso constituyente. A favor de esta tesis se han escuchado críticas tan peregrinas como la de que pocos ciudadanos de hoy día tuvieron oportunidad de votar en 1978? argumento que como es lógico desacreditaría por completo normas tan eminentes como la Constitución de los Estados Unidos, de la que no queda superviviente alguno. Tampoco hay demasiados electores vivos que hubieran participado, pongamos por caso, en la Ley Fundamental de Alemania de 1949, que fue ratificada por los länder pero no por los ciudadanos en referéndum, o la Constitución de Noruega que se remonta a 1814 y que se inspiró en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776) y en la Revolución Francesa (1789), reformada como es lógico en numerosas ocasiones pero sin perder su carácter original.

Recientemente, ha salido también a la luz una declaración de Adolfo Suárez ante Victoria Prego (la periodista que más intensa y profundamente ha trabajado en la crónica de la Transición) en la que el primer presidente de Gobierno de la democracia explicaba que no se propuso ni se celebró en la etapa fundacional un referéndum sobre el dilema monarquía o república, como querían algunos países de nuestro entorno, por temor a que la monarquía, que llegaba a la transición impulsada por el régimen anterior, no pasara la prueba?

Todos estos elementos son valiosos para escribir la historia, pero desde el punto de vista del régimen constitucional, hay que afirmar la plena legitimidad de que disfruta, y que alcanza como es lógico a todas las instituciones englobadas en él, también la institución monárquica, que ha resultado funcional en líneas generales, y a la que hay que agradecer no sólo la defensa del sistema frente al golpismo sino también un arbitraje prudente y cabal del proceso político conforme a las normas tasadas y una positiva labor de promoción de España en el sistema de relaciones internacionales. En definitiva, se podrá opinar sobre esta institución hereditaria que es un vestigio del pasado pero que resulta funcional y está entrañada en varios de los países más avanzados del mundo (Reino Unido, Suecia, Noruega, Holanda, Bélgica, etc.), pero carece de sentido dudar de su legitimidad, que es la del propio régimen que la engloba.

Dicho esto, hay que dar la razón a quienes piensan, como este cronista, que la Constitución ha de ser modernizada en diversos aspectos, no para alterar sus mecanismos fundamentales sino para mejorar su funcionamiento. Si se piensa que la Constitución alemana, por ejemplo, ha sido reformada en más de sesenta ocasiones desde 1949, se entenderá que aquí nos estamos equivocando al regatear reformas necesarias por no "abrir el melón" en un alarde exceso de prudencia.

Con todo, esta reforma de la Constitución que no debería aplazarse, y que debería realizarse al mismo tiempo que se lograse un nuevo consenso sobre un modelo de organización territorial más avanzado y una financiación autonómica más justa, nada tiene que ver con el cambio revolucionario desde cero que apuntan algunas gentes de Podemos, que terminarán recluidas en el espacio tradicional de Izquierda Unida. No hace falta escrutar mucho para comprender que existe una mayoría social convencida de que la Constitución de 1978 debe actualizarse y perfeccionarse mediante un gran consenso, pero no para dar a luz una nueva Constitución experimental que tendría un inocultable e inevitable tufo venezolano.

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