Diario de Mallorca

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Las sospechas de corrupción se dirigían, como se recordará, hacia los 1.000 euros que aportó para las campañas electorales de su partido y su posible relación con prácticas de blanqueo de capital. Ni que decir tiene que cualquier político en ejercicio de cargos públicos, y más aún si éstos son tan notorios como el de la entonces alcaldesa de Valencia, debe seguir un criterio estricto de ejemplaridad. Mil euros son una cifra que, si bien resulta muy importante para la mayoría de los españoles, y crucial para quienes están sin trabajo, tienen un empleo precario o están jubilados, resulta ínfima en el contexto de la persecución de los corruptos. Los culpables de la dilapidación de dineros públicos se han gastado a menudo mucho más que eso en un solo banquete. Así que la persecución mediática que sufrió la senadora Barberá no resulta ni por asomo proporcional a semejante cantidad, ni tampoco tiene nada que ver con el robo de dinero de los contribuyentes. El episodio, muy parecido al de los trajes del entonces presidente de la Generalitat valenciana Francisco Camps, sólo tiene sentido en un contexto de sospechas acerca de las malas prácticas que no pueden derivar en pruebas y hay que agarrarse al clavo ardiendo de las irregularidades que sí cuentan con ellas. Con el añadido de que, en el caso de Camps, la causa fue archivada por el Tribunal Superior de Justicia de Valencia. Ni que decir tiene que las consecuencias de aquella imputación no fueron eliminadas con el sobreseimiento; menos aún cabría devolverle a Rita Barberá la vida en el caso de que fuese declarada inocente tras un procesamiento que ni siquiera había comenzado.

La pena de telediario es, con mucho, la consecuencia más grave en la mayoría de los casos de corrupción. En especial cuando éstos no pasan del nivel de las hipótesis porque, en el ánimo de numerosos ciudadanos, basta con la sospecha para declarar culpable a quien la genera. Estamos metidos en un mundo en el que damos por reales la conspiración o el robo ante cualquier suceso de ese estilo, en un mundo en el que la presunción constitucional de inocencia es una broma amarga. El despliegue mediático se encarga de convertir en firme la condena sin necesidad de prueba alguna y nosotros, al creernos todo lo que se dice, contribuimos a poner el último clavo en ese ataúd. El ataúd es metafórico cuando se trata de una reputación arruinada pero en el caso de la señora Barberá se ha vuelto real. Fuese culpable o no de mayores delitos que el supuesto de los mil euros entregados a su partido, el episodio no tiene vuelta atrás.

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