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Norberto Alcover

Letras para Andrés

Me invitan para hablar de ti, aquí, en Palma, donde tantas horas compartimos hace ya un montón de años, y tras decir que sí con inmensa alegría, me domina una especie de conmoción que me agarrota por completo.

Dios mío, mi querido Andrés, ¿cómo es posible que hayan pasado veinte años de tu marcha hacia lo que constituía uno de tus grandes interrogantes? Pero es así. Y entonces caigo en la cuenta de que hablar de ti es como si lo hiciera de mí mismo, porque caminamos juntos durante largos años y más tarde, aunque fuera de manera intermitente, pasamos horas y horas rizando el rizo de la vida y de la muerte, en Valldemossa, en El Patio durante cenas eternas o en lugares adyacentes donde recalábamos para preguntarnos desde la interrogación más despiadada o desde la fraternidad más transparente. Siento, porque de sentir se trata, algo semejante a lo experimentado en tu funeral, cuando Teodoro Úbeda te dedicó unas palabras tan hondas y tan cercanas que a todos sorprendieron. Cómo te conocía. Cómo te quería. Cómo lamentaba tu muerte. Ahora siento lo mismo. Esa conmoción interior de entonces, ya enunciada al comienzo de estas letras. Me digo cómo estaré esta tarde al encontrarme ante tantos amigos y amigas, expuesto a sus miradas, a sus recuerdos, a su curiosidad. No lo sé. Pero ahora mismo se hace preciso escribir algo, algo que me permita sentirme satisfecho por su sinceridad y empatía. Lo intentaré.

Desde Montesión, cuando estuvimos juntos siete largos años, vivimos un distanciamiento: tú entregado a tu carrera y yo a mi inmersión jesuita. Apenas supimos uno del otro. Pero al cabo, en los primeros sesenta, nos encontramos entusiasmados en el proyecto de Antonio Sabater en aquel recién nacido Diario de Mallorca, que iniciaba nuevos caminos periodísticos en la isla. Tú ya eras un esmerado periodista, mientras yo me abría a un mundo desconocido en tu compañía y la de otros entrañables compañeros de las páginas de "Opinión". Te leía con fruición, porque mi padre, con quien tan bien te llevabas, no dejaba de repetirme que eras el periodista más lúcido de Mallorca, aunque añadía " pesar de lo joven que es". Y era verdad. Nuestra generación creció obligadamente demasiado rápido porque la historia nos exigía traducir nuestros sueños en praxis inmediata. Tantas cosas nos disgustaban y sabíamos quera nuestra obligación trabajar por cambiarlas. Sobre esta "ética profesional del periodista" charlábamos mucho, y tú solías comentar que "para esto no necesitas ser jesuita", para después añadir con tu ironía mayestática "pero, puede que sí, puede que te defina más y mejor", y pasabas a la risa empedernida. Aquella risa que escondía tantísima reflexión en los pliegues de tu intimidad.

Porque bajo esta risa, te permitías esconder tu último secreto, el secreto que, siempre lo pensé, tal vez tenía que ver con el sentido de lo último. Porque eras "un hombre en busca de sentido". Para nada te sentirías a gusto en estos momentos de frivolidad intelectual y de mentira consentida. Cómo hemos cambiado, Andrés, cómo hemos dejado que la vida nos atropellara. Ya ves, tú que te quejabas de la incultura del momento. Menos mal que no tienes que soportar nuestra "cultura de la inmediatez" que nos corroe el mismísimo empeño por pensar. Ya ves.

¿Y aquella España que ambicionábamos? Siempre dije que tu militancia eran tus letras. Que tu socialdemocracia eran tus opiniones. Seguras y contundentes, pero abiertas al diálogo con quien fuera. Apuntabas al corazón, pero sin odio alguno. Lamentabas lo que llamas "la mentira común", pero en ocasiones me hablabas de tu propia mentira. Cómo golpeabas la estructura eclesial, a la vez que me decías que valía la pena permanecer "con la mano en el arado", frase repetida una y otra vez. Aunque casi nunca lo dijeras, dudabas de ti mismo como yo dudaba también de tantísimas cosas, y cómo nos reíamos al poner en común esas dudas de personajes aparentemente tenidos por seguros a ultranza. Por esta razón, al chocar los "dry Martini" en cualquier lugar inoportuno, poníamos en común las ganas de vivir pero no menos el dolor de vivir un tanto ajenos a cuanto nos rodeaba. Crecíamos en edad y jamás caímos en la cuenta. Una maravilla, entre la inocencia todavía no perdida del todo y las ambiciones todavía frescas. En nuestros últimos encuentros no era así. España, tan democrática ella, había perdido brillantez. Y nos preguntábamos si el esfuerzo tuvo justa medida. No olvido una conversación larga y tendida, casi poética, mientras contemplábamos la Marina de Valldemossa desde Vistamar. Se te iluminaban los ojos al mirar el mar y hablar de su belleza. Siempre, sin embargo, acabábamos riendo. Repito que esa risa desbocada era una forma de esconder los auténticos zarpazos interiores. La vida nos estaba agrietando de desamor?pero también nos deslumbraba desde convicciones descubiertas tardíamente. Por ejemplo, la esperanza necesaria para sobrevivir. Esa que te ayudó a morir.

Un día me enteré de que habías muerto. Sin más, me llegué a Palma y tan pronto pude abracé a tu madre. Aquella mujer paciente que siempre te llamaba "Andresito", muy suyo, porque te adoraba. Y tú la adorabas con fervor evidente. Cómo lloré. Cómo supe que los años de Montesión tenían un sentido absoluto porque nos habían permitido conocernos y querernos, como a tantos otros amigos. Pero ya no estabas aquí. Te habías marchado sin que yo fuera capaz de responder a tu pregunta inquieta e inquietante siempre repetida: "¿Pero por qué eres lo que eres?". Una y otra vez intenté explicártelo hasta que me dí por vencido. Al cabo de meses decidí responderte en un texto dietario dirigido a ti, ya en la misteriosa gloria de Dios. Supongo que conoces esas páginas a estas alturas, amigo del alma, compañero entrañable. Y sabes la respuesta mucho más que yo mismo, que todavía permanezco en este claroscuro del tiempo duro y roto. Porque para mí, querido Andrés, aunque no estés aquí, estás.

Me he quedado vacío?de lo que se puede y debe escribirse. Y esta tarde/noche pues intentaré ampliar algo de cuanto llevo escrito, pero poco más. Eso sí, hablar es mucho más cálido que escribir. Intentaré transmitir la emoción que siento al hacerte de nuevo presente, al recordar las horas compartidas, al degustar de nuevo las cenas en la noche palmesana. Y al saber que tu vida ha valido la pena porque has dejado una escuela que algunos intentamos continuar desde la pulcra envidia y no menos desde la sentida amistad. Te dejo en manos de los lectores y lectoras, en la esperanza de que te acojan con el mismo cariño con que yo he escrito estas "letras para Andrés". Abrazos fuertes.

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