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Columnata abierta

Siete minutos en el Himalaya

El hotel Windamere de Darjeeling, no es el más caro, ni el más lujoso, ni siquiera el más confortable de los alojamientos en esta ciudad al norte de la India, pero todo en él desprende un genuino aire colonial, ese viejo estilo británico tan reconocible en cualquier parte del mundo. El protocolo marca a los recién llegados una copa de bienvenida antes de cenar, para conocer a otros huéspedes. En el comedor suena música de los años treinta bajo una luz tenue, y parece que en cualquier momento entrará alguien vestido de frac, o una señora de largo, enjoyada hasta las pestañas como si viajaran embarcados en el Titanic. Las habitaciones son otro retorno al pasado, con puertas que crujen, medias bañeras antiguas, moquetas imposibles y unos visillos como los que había en casa de mi abuela Angelita. La apoteosis llega cuando un empleado aparece ataviado al estilo local del XIX, y después de encender la chimenea introduce con suavidad una bolsa de agua caliente dentro de la cama. La habitación está caldeada, y el moderno doble ventanal impide que penetre el aire frío que baja desde el Himalaya cuando atardece. Por eso, en el detalle innecesario del agua caliente sobre las sábanas se adivina ese gusto por la tradición en clave de humor inglés. Lo que no imaginaba era que, días después, aquella bolsa de agua caliente iba a representar para mí la imagen del lujo absoluto, el objeto más preciado para un hombre congelado.

Mi amigo Jacobo siempre dice que el montañero busca la soledad del camino y la compañía del refugio. Aquella noche se presentaba dura, porque no había ni refugio ni compañía. Pernoctar por encima de los cinco mil metros de altitud conlleva ciertos inconvenientes. La falta de oxígeno te obliga a boquear en mitad de la noche, como si alguien de pronto te arrebatara el aire y hubiera que buscarlo apresuradamente antes que desaparezca para siempre. Ese aire que se escapa es tan seco que deja la lengua y el paladar como lijas. Entonces buscas el bidón protegido con una funda de neopreno que has dejado a tu lado para beber, pero el agua se ha congelado en menos de una hora. Para que suceda algo así calculas que la temperatura dentro de la tienda debe rondar los diez grados bajo cero, así que prefieres no imaginar el frío exterior. Tus pies han dejado de existir, convertidos en dos témpanos de hielo, y el cuerpo se agita como si estuviera en una coctelera y no dentro de un saco de dormir de la mejor pluma. A pesar de todo, en mitad de la noche, desvelado y tiritando, yo sonreía recordando la bolsa de agua caliente del Windamere, y el espectáculo asombroso que acababa de contemplar.

Justo antes de cerrar la cremallera interior de la tienda vi un resplandor que traspasaba la funda exterior aislante. Abrí la primera cremallera y apareció frentes mi una colosal pirámide dorada, casi perfecta, iluminada por el último sol del día. El Kanchenjunga se mostraba como un gran tesoro, inalcanzable, la montaña de oro sagrada que no se permite escalar desde la India. Pero el espejismo solo duró un instante, porque de súbito el amarillo se tornó en un naranja abrasador, como si un herrero golpeara sus laderas sobre un yunque gigante. La tercera cima más alta del mundo aparecía así como una fuente de calor imaginario para soportar el frío. Esa representación tampoco se mantuvo más de un par de minutos, porque el hielo de pronto se tiñó de un rosa imposible, el mismo que hace años elegía mi hija para colorear el vestido de su princesa favorita. A esas alturas del prodigio lumínico no sé si lloraba de la emoción o del frío, y entonces comenzó la parte final del milagro. El rosa también desapareció, y llegó el rojo vivo. El Kanchenjunga en estado incandescente parecía extraído de una inmensa fundición, listo para derretirse como hierro líquido. Segundos después comenzó a caer el telón. Llegaron de nuevo los azules, y luego los grises, y finalmente todo se apagó.

Aquellos siete minutos en el Himalaya compensaron con creces la noche toledana que pasé allí arriba. Pensé que era un precio justo a pagar por el privilegio de contemplar en soledad aquella maravilla de la naturaleza. Mientras tiritaba durante horas con los ojos clavados en el techo de mi tienda, millones de personas también temblaban ante una pesadilla convertida en realidad: un oportunista sin escrúpulos se había convertido en el hombre más poderoso del mundo, degradando el oficio de la política hasta límites desconocidos desde que existe la democracia. Ante el panorama que se avecina, quizá el próximo viaje consista en exiliarse siete años en el Tíbet.

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