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Eduardo Jordà

Pensamiento blandiblú

Sería interesante saber cuándo se introdujo el pensamiento blandiblú en la pedagogía actual: cuándo, por ejemplo, se empezó a pensar que todo lo que se enseñase en las aulas debía ser divertido, fácil, sencillo y lúdico, así que en modo alguno podía molestar o incomodar a los estudiantes. Y sobre todo, sería interesante saber cuándo se empezó a pensar que el único objetivo de la enseñanza era hacer felices a los alumnos. Porque desde que el pensamiento blandiblú se fue extendiendo entre los círculos de la nueva pedagogía sobre todo entre ciertos padres y profesores, ya no se trataba de preparar a los alumnos con los conocimientos que les permitiesen aspirar a una vida mejor un mejor trabajo que sus padres, o una vida mucho más plena y más útil que la que habían conocido hasta entonces. Y tampoco se trataba de inculcar a los estudiantes la actitud necesaria para enfrentarse a la realidad de la vida. No, nada de eso. La pedagogía moderna tenía como objetivo que los alumnos aprendieran a ser felices, porque el único objetivo de la vida era justamente ése: ser felices. Si uno tenía que encerrarse seis horas en un aula por lo general fea y deprimente, y si uno tenía que aprender trigonometría o la tabla periódica de los elementos o cosas aún peores, era nada más que para eso: para aprender a ser feliz. A nadie se le pasaba por la cabeza que estudiar trigonometría era una fórmula muy extraña para hacer feliz a un adolescente con el cuerpo totalmente revolucionado por las hormonas y los videojuegos y los mensajitos en el móvil.

Supongo que estas teorías procedían de las ideas contestatarias de Mayo del 68 que ponían en cuestión cualquier clase de autoridad: la de los profesores, la de los mayores, la de los expertos, la de los que sabían más que los demás. Y no conviene olvidar que la revuelta de Mayo del 68 se inspiró en la Revolución Cultural china: ese periodo terrible de la historia moderna en que los alumnos insultaban y perseguían a los profesores y a todo aquél que tuviera un mínimo de autoridad intelectual: músicos, historiadores, escritores, actores, eruditos, lo que fuese. Cualquiera que supiera un poco más que los demás, cualquiera que fuera sospechoso de conocer bien una materia o de haber despuntado en una disciplina, debía ser humillado en público, a la vista de todo el mundo, y luego castigado y eliminado.

Aquí no tuvimos una revuelta como la de Mayo del 68, pero las ideas que se expandieron con la contracultura y la revuelta estudiantil se instalaron en muchas facultades de Pedagogía y Magisterio. Y estas ideas conforman los temarios y las prácticas y las tesis que preparan los alumnos. Son ideas que siempre se envuelven en una abstrusa palabrería pseudo-científica que está avalada por una bibliografía que jamás ha sido sometida a la más mínima comprobación empírica. Todo es especulación, teoría, divagación incluso simple delirio ideológico, pero esas ideas se toman por verdades científicas irrefutables y así se enseñan y se difunden para que las asimilen bien los maestros y profesores. Y así asistimos a esos prodigiosos espectáculos cotidianos en que vemos a un grupo de niños soltando globos a favor de la paz mundial, o pintándose la cara con colorines para luchar contra el hambre en África, o dando saltos en el patio del colegio para protestar contra las guerras, el capitalismo, el cáncer, la violencia machista, la pobreza, los accidentes de tráfico o la exclusión social (o todo a la vez). Luego, por supuesto, los niños vuelven tan tranquilos al aula y siguen haciendo sus cosas. Y a nadie se le ocurre llevarlos a un comedor social, o enseñarles a repartir comida o a trabajar de voluntarios, porque esto es responsabilidad de la sociedad sea quien sea esa misteriosa sociedad, pero así estamos acostumbrados a hacer las cosas. Es el pensamiento blandiblú, también llamado pensamiento mágico.

La ofensiva contra los deberes escolares forma parte de la prodigiosa extensión del pensamiento blandiblú, que ahora no sólo afecta a muchos pedagogos y profesores, sino también a los padres de alumnos (bueno, más bien a los "Padres y Madres del Alumnado", no vayamos a incurrir en un grave crimen gramatical contra la igualdad de sexos). Es cierto que los deberes son excesivos o están mal planteados, pero es imposible cualquier aprendizaje que no se funde en el estudio y en el esfuerzo. El verdadero objetivo de la educación no es aprender a ser feliz, sino descubrir que uno puede pasárselo muy bien resolviendo un problema de álgebra o aprendiendo a construir bien una frase. Todo esto debería ser evidente, pero en estos tiempos bobos nadie parece capaz de entender lo evidente, así que seguiremos pintándonos la cara contra el hambre y la guerra. Y luego seguiremos protestando contra los deberes. Mi hijo, por cierto, tiene que leerse el Lazarillo y Don Álvaro o la fuerza del sino en cuarto de ESO. ¡Con quince años! Y contra ese disparate nadie protesta.

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