Diario de Mallorca

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Dos veces al año, de forma recurrente, llegada la primavera y el otoño, escribo este artículo diciendo siempre lo mismo y jamás de igual forma: cambiar la hora es la manera que tiene la Unión Europea de tocarnos las narices a los ciudadanos. Si se argumenta que una hora tiene poco impacto en nuestras vidas, de nada sirve adelantar o atrasar, con nocturnidad y alevosía, los relojes. Pero si lleva consigo grandes consecuencias, las suficientes como para que se piense que se encienden menos las luces de casa tras el cambio de hora, entonces queda claro que nos han hecho cargar con un trastorno más.

Este año hay una novedad: que el Parlament haya clamado contra el cambio de hora decidiendo mantenerla como estaba. La noticia sería excelente de no mediar una cuestión quizá menor a la vista de lo que piensan los parlamentarios de la postmodernidad pero sin duda digna de ser tenida en cuenta: que las consecuencias prácticas de ese brindis al sol son nulas porque nuestra cámara carece de las competencias necesarias para hacer tal cosa. Aunque, bien mirado, si en Cataluña el Parlament pone en marcha la independencia sin capacidad legal alguna para hacerlo, ¿por qué no podemos nosotros salirnos de la Europa del horario reglado? De hecho creo que hemos perdido la ocasión mejor para dejar que cada uno tenga la hora que le venga en gana, no ya país por país sino vecino por vecino. Igual de esa manera resultaba difícil saber cuándo va a comenzar una película o salir un avión pero las ventajas del soberanismo extendido compensan esos pequeños inconvenientes.

Aunque dejemos de lado el anhelo de la independencia horaria continúa en pie la necesidad de ir poniendo y quitando una hora al sueño cada seis meses. No me quejo. A causa de tener que ir a buscarme las lentejas de la investigación en otra universidad distinta a la UIB no se me ha ocurrido nada mejor que hacerlo en California, con la que España mantiene una diferencia de nueve horas. No sé si serán ocho ahora que nuestra hora es otra pero la próxima vez que vaya por ahí, dentro de poco, podré enterarme. Nueve horas de diferencia suponen cambiar casi la noche por el día y te dejan el cuerpo hecho unos zorros. Pero como resulta imposible convencer a los californianos, ni siquiera invocando el espíritu de fray Junípero Serra, de que abran las tiendas a las doce de la noche y las cierren al mediodía, hay que pechar con lo que los elegantes llaman el jet lag.

Lo que no tiene explicación posible es que te impongan dos veces al año un jet lag porque sí. El invierno se precipita de golpe al cambiar la hora porque se hace de noche a las seis de la tarde. Por más que me lo expliquen, no lo entiendo. Los del parlamento con sede en Barcelona quieren al menos hacer un referéndum; desde Bruselas nos dicen que atrasemos una hora el reloj sin dar cabida al voto. ¿No nos podrían echar una manita desde Valonia?

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