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Unos cuernos y otros

Milán Kundera nos recuerda que así como Descartes dio a los animales por máquinas vivientes, seres sin alma, siglos antes que él ya Pitágoras los consideraba con un alma similar a la nuestra y con capacidad de amar y de sufrir. Por fortuna, parece que los seres civilizados en general se hayan inclinado más en el tiempo por Pitágoras que por Descartes, lo que no supone que, al menos en España, hayan prescindido por eso del disfrute con la crueldad hacia unos seres con capacidad de sufrimiento y de amor. Y España tiene por fiesta nacional un crimen en el que el toro bravo es el protagonista. Quizá por eso Cataluña decidió un buen día que su pretendida independencia tendría que empezar por cerrar los ruedos. Sin embargo, esta es una fiesta que aunque se diría nacida con la España misma como una de sus esencias, tal como hoy la conocemos viene tan sólo del siglo dieciocho, que es cuando la nobleza abandona el toreo a caballo y a la plebe le da por demostrar su valor haciéndolo a pie.

Aunque nadie duda de que esta tradición le venga a los españoles de la propia Biblia, que no sólo es de donde nos vienen muchas tradiciones perdurables, sino donde se dan verdaderas lecciones de crueldad, porque ya en ella se sacrifican toros bravos para ofrecer a la divina justicia y se tiene al toro por símbolo de la fiereza. Los íberos también gustaban de esos holocaustos religiosos en espectáculos públicos. Y por lo que a las plazas respecta, ya los templos celtibéricos, donde se sacrificaban reses bravas en honor de sus dioses, tenían esta forma, que por otra parte vemos en el circo romano.

Fue la influencia grecorromana, con su afición por el espectáculo de la crueldad y la barbarie, la que acabó con el sentido religioso y con su ficción circense se convirtió en precedente de una fiesta en la que mientras el toro se desangra dicen los expertos que en lo que se goza de verdad la gente es en las maniobras del torero, como si ese arte de mover la capa nada tuviera que ver con el animal sometido a tortura. Pero para Artaud, por ejemplo, «la imagen de un crimen presentada en las condiciones teatrales necesarias es algo infinitamente más temible para el espíritu que el mismo crimen realizado».

Así que de lo que trato en este artículo, literatura de la crueldad aparte, no es del valor de la vida o del sentido de la muerte, de los que el animal no es consciente, sino de su sufrimiento frente al gozo del espectador en la crueldad. Pero los que aborrecemos de hecho ese gozo, el patriotismo que sentimos no es el de los que en tal macabra ceremonia asumen la patria misma y enarbolan su crueldad por bandera, sino otro: el de quienes sienten vergüenza de que ese espectáculo de la crueldad constituya poco menos que la bandera de la nación a la que pertenecemos y de la que Cataluña parece querer desprenderse con mucho gusto. Se trata, pues, de la cínica desvergüenza de quienes condenan ese espectáculo, aparentemente como ceremonia de la crueldad, que lo es, desde una pretendida sensibilidad con los animales, cuando lo que persiguen es el rechazo al valor simbólico de la fiesta como tal emblema español desde sus propias posiciones políticas. Porque en Cataluña fueron prohibidas las corridas de toros, sí, pero cada día alcanzan más auge otras salvajadas como los bous al carrer, no sé si símbolos de su particular patriotismo.

Para entender esta hipocresía invito a los lectores a imaginar una noche de verano en San Carlos de la Rápita, por ejemplo, con los mozos emborrachándose, pendientes de un camión que transporta a un toro y que entra en la plaza en medio del griterío enardecido del público que se sitúa en unas gradas. Una cuerda enlaza el camión que porta al toro con un pilón de madera que hay en el suelo y en torno a esa cuerda se arremolinan los mozos. Sale el animal de unos 500 kilos, la cuerda lo sujeta por el cuello y lo lanzan de frente contra el pilón. Ellos lo inmovilizan con la fuerza del grupo y le colocan en las astas un instrumento metálico. Luego gritan como verdaderas bestias, uno lo coge por el rabo, el otro prende fuego a las mechas impregnadas de sustancias inflamables, cortan la cuerda y corren todos. El toro es ya una antorcha. Luego viene el aderezo pirotécnico y sufre el animal que las chispas se desprendan de su propio cuerpo. A continuación, carreras, juegos y provocación durante unos 20 minutos de algarabía.

Estas escenas de San Carles de la Rápita, donde los humanos se vuelven animales feroces e idiotizados, se repiten en muchos otros lugares de la escrupulosa Cataluña que prohibió con esa ya aludida aparente sensibilidad animalista de ciudadanos cuerdos las españolísimas corridas de toros, cuyo carácter cultural se ha aprestado a reconocer ahora el Tribunal Constitucional en una decidida defensa de nuestra cultura patria que ya desearíamos que la tuviera en otros aspectos de nuestro patrimonio cultural en los que seguramente algunos de sus miembros son expertos. Pero hay más ejemplos de hipocresía institucional con la fiesta de los toros: la prohibición de las corridas por el Parlamento de Canarias, donde históricamente la afición a las mismas ha sido nula. Hasta el punto de que TVE, en pleno franquismo, desconectaba su segunda cadena de la programación nacional cuando se daban toros y sustituían con películas o documentales tales transmisiones. Ridículo, pues, resulta prohibir lo inexistente en Canarias la afición a los toros es nula pero más cínico es, sin duda, no hacerlo a la vez con las peleas de gallos, que es la salvajada que se mantiene como fruto que la tradición ofrece a la cultura canaria de la barbarie y de la que nada dijo su parlamento.

Pero la Comunitat Valenciana no sólo no le va a la zaga a Cataluña en esos espectáculos de la zafiedad, aunque no haya cerrado plaza de toros alguna, todo lo contrario, sino que los cuenta por cientos de norte a sur y con todas las variantes, incluida la especialidad de llevar al toro a un muelle y arrojarlo al agua. Apelan a su cultura y hasta reconocen en semejantes torturas una tradición de la que se sienten orgullosos con los cuernos de los toros en llamas en medio de una turba vociferante de macarras. Muchos políticos de todos los signos apoyan este vivo retrato de la España más negra y a lo más que se atreve algún supuesto progresista es a mirar para otro lado. Cuando llegó el asunto al Consell Valenciá de Cultura, su ilustrado presidente lo más que llegó a pedir fue que se incluyera una mayor precisión en la definición de fiesta tradicional, de manera que sólo se permitieran los bous al carrer en aquellas poblaciones que demostraran fehacientemente su realización tradicional.

Y es verdad que en toda Europa, durante la Edad Media, eran comunes los actos públicos en los que la tortura de los animales y la crueldad con ellos constituían un gran atractivo para el vulgo movido por la ignorancia y el morbo. Pero también es cierto que con el tiempo el continente cambió de costumbres y ahí quedó España, tibetanizada, como diría Ortega, con sus tradiciones tenebrosas de España negra, tal cual la vieron los regeneracionistas, empeñada en la expansión y estilización de la tortura de los toros. De que sigue habiendo una España negra no tendría la menor duda si no fuera que la España blanca deja tanto que desear.

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