Desde el escudo de la Universidad Autónoma de Madrid se aconseja al lector, mediante frase latina, su mejor deambular por el mundo universitario. Esa recomendación solamente indica la conveniencia de preguntarse siempre "qué más puedo hacer", nada más y nada menos.

Posiblemente voces mejores que la mía ya ha manifestado su parecer en cuanto a ciertas conductas llevadas a cabo intramuros de las universidades por algunas personas. Desconozco si son o no universitarios, así y todo no puedo dejar de pensar que tales actitudes parecen ser directamente contrarias a lo que se supone debe ser el ámbito universitario, en el cual, cómo no, siempre ha existido la discrepancia por cuanto esa diversidad en las opiniones ha sido siempre la gasolina que permite el avance del conocimiento humano. La universidad es discrepancia.

Sin embargo, el ejercicio de tal diferente manera de pensar no es un derecho omnipotente pues tiene sus límites. No voy a entrar aquí en las razones jurisprudenciales de esos límites, tan solo incidiré en las solas razones que el sentido común prescribe. La primera de todas ellas, y que debiera ser suficiente, es que las diferentes formas de pensar, discrepar, oponerse y hasta de protestar, bien que admisibles, deben ser siempre ejercidos de frente y cara descubierta. Quien oculta su protesta u oposición tras una máscara o bien demuestra cobardía o bien ni el mismo cree en la admisibilidad de su propia opinión.

Sobre el asunto he llegado a escuchar razonamientos, sería mejor calificarlos de excusas, que causan un especial desasosiego. He oído decir a algunos que la presencia de dos conferenciantes en la misma universidad del lema que da título a este artículo es una "provocación" que da lugar a tales actuaciones. Me preocupan los que esgrimen, para justificar actos de muy difícil justificación, la idea de la provocación, pues ello lleva directamente a dar por bueno cualquier hecho violento, cargándoselo además no a la actuación propia sino a la conducta "provocadora" de la víctima de tal hecho. Esa tesis, llevada al extremo, vale tanto para el maltratador como para el terrorista.

Claro que se puede opinar en contra de lo que sea, claro que se puede protestar por la presencia de quien sea en el lugar que sea, pero siempre dentro de una adecuada conducta. ¿Cómo pueden saber los discrepantes que sus protestas descansan dentro de esa adecuación? Fácil: consideren aquellos de una igual actuación llevada a cabo por sus adversarios, sean estos políticos, intelectuales o de cualquier otra clase, contra sus propios planteamientos incluso contra otros. Si entonces también aquella protesta ajena la consideran valida, respetable y adecuada, entonces podrán defender la suya propia.

Convendrán ustedes conmigo, tenga ustedes lectores experiencia universitaria o no, que esas discrepancias debe seguir, precisamente en ese especial ambiente escolar, unas determinadas formas de establecer esas discrepancias, sean estas del tipo que sean: respeto al discrepante y tolerancia a que este emita su opinión, sea esta cual sea, debieran ser virtudes universitarias que alejaran de los paraninfos los empellones, insultos, descalificaciones y gritos. Esto tiene que ver algo con la educación, pero como la entendía Mark Twain, quien decía que nunca había permitido que la escuela entorpeciera su educación. Ese respeto, esa tolerancia respecto a la opinión ajena es aún más aconsejable cuando esa opinión nos resulte no solo difícil de entender sino incluso de casi imposible de soportar su emisión. Decía Helen Keller, acaso por su sordera y su ceguera, mucho menores que las que padecen los que acuden a reventar una conferencia universitaria, que percibía las cosas con mayor profundidad que muchos de los que no padecen las circunstancias de aquella, que la tolerancia es el mejor don de la mente y tan solo requiere el mismo esfuerzo mental que se necesita para equilibrase sobre una bicicleta. Quizá lo único que merece la intolerancia y sus practicantes es la intolerancia misma.

Mi propia experiencia universitaria me trae el recuerdo de otras conferencias, de otros conferenciantes, con inusitada carga de contradicción entre los que estaban sobre la tarima y los que se sentaban entre el público observante, con enfrentamiento intelectual, a veces de nada escasa crudeza, que nos llevaba a la admiración del conferenciante o del discrepante, aún cuando no compartiéramos su decir, precisamente por su modo de defender sus tesis, siempre con respeto al adversario.

Quien impide a un conciudadano su derecho a expresar su opinión de forma civilizada, sea este un expresidente del Gobierno o un trabajador del sector del metal, no debiera estar protegido por ese mismo derecho. No tengo ni idea de si los que acudieron a impedir ese derecho de expresión de otros eran o no universitarios (quizá debería exigirse para tales actuaciones no solo el carnet de estudiante sino también un certificado de aprovechamiento de estudios), pero si lo fueran no estaría de más que recordaran a un tal François Marie Arouet, conocido por otro nombre, como casi todos ustedes sabrán, y su idea de defender con su vida la opinión del adversario aún cuando discrepa de ella profundamente.

¿Qué más pueden hacer, pues, los universitarios de la Autónoma y tutti quanti? Pues defender y hacer defender que se pueden dirimir las discrepancias con pasión, con tesón, incluso con vehemencia, pero jamás con violencia, sea esta modal o verbal.

*Abogado