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Dudar, casi un imperativo moral (II)

Opiniones las hay, como es sabido, para todos los gustos: desde quienes prefieren no andarse por las ramas a otros que se inclinan por la máxima que popularizó el escritor Kundera y prefieren tener, como única certeza, la sabiduría de la incertidumbre. De optar por lo primero, se evitará la desazón que supone toda búsqueda, aunque no el riesgo de convertirse en paladín del error caso de que dicha actitud se convierta en hábito. En el segundo supuesto, el laberinto puede prolongarse y el titubeo como seña de identidad tampoco es plato de gusto para nadie.

La cuestión radica en si es posible elegir de antemano uno u otro camino y he aquí la primera duda. Perseguimos verdades de variada índole para tener a qué agarrarnos; sin embargo, las interpretaciones unívocas no garantizan haber llegado al cogollo del tema y pueden ser el resultado de prejuicios diversos. Así se construyen los dogmas y las creencias: ajenos a la razón, pero útiles por la seguridad que confieren siempre que no se escarbe en sus justificaciones porque, en tal caso, de nuevo la duda sobre si aquello que se defiende pudiera ser la deplorable consecuencia de una información incompleta, de la ingenua credulidad o quizá la postura que mejor convenga a nuestros intereses aunque, en tal caso y para mantenerla, sea preciso deformar las evidencias o prescindir de otras para lograr la coherencia con anteriores pronunciamientos que, de aumentar el rigor analítico, tal vez mostrasen asimismo los pies de barro. Y es que también una foto, como las protestas de sinceridad e incluso el juramento sobre la Biblia, pueden disfrazar la falsedad.

El "atreverse a saber" no parece empresa fácil, y los aconteceres políticos de los últimos tiempos, desde elecciones fallidas a la irrupción de Partidos que aseguran aportar diferencias sustanciales en forma y fondo, o la reciente debacle socialista, podrían ser buen ejemplo de la dificultad que entraña acertar con el diagnóstico y separar el grano de la paja para obrar en consecuencia. Aprovechando dichos escenarios como punto de partida, tal vez pueda asumirse de forma más genérica la hipótesis de que albergar ideas contrapuestas dista de ser excepcional (¡y ni les digo si integramos las presentes reflexiones en esta posmodernidad donde nada es verdad o mentira!), aunque en determinados círculos o frente a según quién, quizá no convenga abogar por la duda sistemática como la actitud más honesta para evaluar aconteceres o comportamientos y, si más no, una respetable forma de construir el propio perfil.

Por ende y aunque Paul Celan, el superviviente de Auschwitz, no se refiriese en puridad a esto cuando afirmó que verdad dice quien sombra dice, su observación viene de perlas para sintetizar la convicción de que, si bien las sombras que oscurecen el camino del pronunciamiento llegan a causar una profunda incomodidad incluso sin interlocutor que nos emplace, son a un tiempo exponentes de cierta honestidad intelectual e irremediables cuando se enfrentan entornos complejos y en los que una comprensión que incorpore numerosos matices no se antoja sencilla. Cuanto más profunda es la reflexión antes de tomar partido (con minúscula, dado que afortunadamente no estamos en campaña), mayor el aluvión de dudas que parecen acudir encadenadas y empeñadas en defenderse mutuamente al extremo de que, vencida una, otras cuantas acudirán en su ayuda para que la verdad, el objetivo perseguido, siga un tiempo más, y quién sabe si para siempre, entre las sombras de Celan.

Pese a ello, dudar es el mejor y quizá el único camino para progresar en el conocimiento, como se demuestra hasta la saciedad en el ámbito científico. Son precisamente esos interrogantes los que facilitan el progreso individual y colectivo; la duda, planteada como herramienta y exponente del deseo por llegar al fondo, no paraliza lo que suele ocurrir con las convicciones sino que demanda nuevas respuestas y, de ese modo, abre nuevos horizontes que en el peor de los casos no serán más engañosos que los atisbados desde el apriorismo y, en el mejor, nos acercarán progresivamente al meollo del asunto. Naturalmente que todo ello exigirá de un esfuerzo suplementario y habrá que descansar para volver más adelante, darse tiempo, alejarse para tomar perspectiva y empeñarse en relativizar las provisionales conclusiones para incorporar nuevos y distintos puntos de vista.

La duda puede ser opresiva y llevar a la parálisis siquiera temporalmente, pero también alberga en su seno la posibilidad de sentirnos autorizados, legitimados para transgredir el consenso y, en esa línea, ser incluso revolucionaria. Después, en ocasiones, nos veremos impelidos a apostar por una verdad más o menos dudosa y pudiera suceder que, como sugería Chesterton, cuando la atisbemos carezca de sentido. Si fuera el caso, vendría que ni pintado el título de aquella novela de Lucía Etxeberría y, por sobre las dudas, necesitaremos Prozac. No es infrecuente en los tiempos que corren.

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