El Nobel es un premio mayor, el máximo, al que muchos no le damos excesivo crédito. Por no hablar del premio Nobel de la Paz. Aquí lo que importa de veras es que el Nobel nos ha dado la oportunidad de sacar a Dylan a colación y, sobre todo, desempolvar los viejos debates que consisten en dilucidar qué demonios es la literatura y cuáles son sus límites. Insisto, no sé si Dylan se merece tamaño premio. Lo que se sí se merece es que se hable de su obra, se escuchen de nuevo sus temas y se lean con detenimiento sus ricas, incisivas, complejas y duras letras. Porque Dylan reúne en su trabajo tanto la escritura de textos como la oralidad, y es en este punto donde uno podría justificar la "literaturalidad" (por favor, última vez que me dejan escribir estas cosas) de su obra. Lo que sí es cierto es que cuando uno echa la vista atrás y se fija en la lista de los premios Nobel, no puede evitar un mohín de decepción y descreimiento al constatar ausencias tan sangrantes. La lista es larga, como alguna de las canciones más densas del propio Dylan. En fin, que viva Dylan, pero el purista caramba, no me lo esperaba que se ve que tengo dentro y que pulula por ahí, me sigue diciendo que no, que todo esto es excesivo, que Dylan es muy grande, pero que no le hacía ninguna falta el premio gordo de la literatura mundial. Podría rechazarlo, pero lo que hará es no saludar al respetable, como suele hacer en los conciertos. Y hará santamente. Ahora bien, ese purista que habita en mí resulta que comparte espacio con el otro, con ése que en el fondo sospecha que la buena literatura, incluso la excelente literatura, está en las canciones, en las grandes canciones que Dylan ha compuesto. No sé si el Nobel, pero tales textos se merecen ser leídos, ser cantados, ser escuchados. Un servidor, a modo de vermut sabatino, celebrará la vida con Ballad of a thin man y brindará por Don DeLillo y por Lobo Antunes.
