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Daniel Capó

Retorno a Inglaterra

A lo largo de la primera mitad del siglo XX, el tono social de los países se dividía entre los partidarios de Inglaterra y los de Alemania. Aún no había llegado el momento del American way of life ni el marxismo había colocado su anzuelo entre las clases medias. Anglófilos eran por lo general los aristócratas, que veían en el gentleman la quintaesencia de la elegancia moderna. En cambio, era germanófilo el proletariado, el ejército y la pequeña burguesía, fascinada por la maquinaria industrial alemana y la alta cultura. Inglaterra representaba la democracia liberal y parlamentaria, el librecambio y el conservadurismo moderado de una nación apegada no sólo a sus tradiciones sino también a sus excentricidades. Pueblo desprovisto de dogmas, tras la II Guerra Mundial y la pérdida posterior del Imperio, la reconstrucción de Europa salió adelante a pesar del medido desdén de los británicos. Ni fuera ni dentro de la UE „no del todo, quiero decir„, el Reino Unido coqueteó con la forja de una auténtica alianza atlántica que hubiera abierto un espacio comercial común de Washington a Londres, frente al eje continental que conformaban Bonn y París. Pero Inglaterra era ya entonces demasiado débil como para liderar cualquier alternativa al continente y la obsesión americana no pasaba por preservar los restos del Imperio británico sino por contener la amenaza soviética. El resto de la historia ya lo conocemos bien.

Durante estos últimos veinte años y, frente a la pujanza alemana y la debilidad francesa, el Reino Unido ha sido una especie de Estado Libre Asociado de la Unión. Capital financiera pero fuera del euro, socio rico pero sin aportaciones significativas al presupuesto común, con un buen hacer diplomático y militar pero bastante independiente de las posiciones de Bruselas, el Reino Unido constituye un claro exponente de las dificultades de la desnacionalización o, mejor dicho, del ímpetu renacionalizador que se ha propagado con la crisis de 2008. De hecho, el Brexit sólo resulta inteligible desde el proteccionismo que se quiere imponer como solución a las heridas que va dejando la globalización. El remedio que propugnan los nuevos populismos no implica más ciudadanía global, sino un mayor egoísmo particularista.

Si el prestigio inglés se cimentó sobre un pluralismo abierto y tolerante, la deriva actual del país induce a un profundo pesimismo. De los "británicos primero" a "fuera los extranjeros", se extiende un oleaje severo que casa más bien con la xenofobia. Existe un orgullo peligroso en creer que la demagogia sale gratis o que se puede dividir por dividir sin que una nación quede debilitada, según ejemplifica la propia historia inglesa. Y, en todo caso como apostillaba Newmann, lo característico de la caballerosidad reside en no hacer daño. Y, por tanto, en huir de las acusaciones baratas.

Que la civilización se defiende con principios es algo que no debemos olvidar, sobre todo cuando enfrente se enarbola la bandera del sentimentalismo. Con el Reino Unido levantando fronteras fuera y dentro de su país, uno se pregunta qué diría Orwell ante una deriva que tiene muy poco de democrática, a pesar de la continua apelación a un referéndum cuyos principales beneficiarios no son precisamente los ciudadanos. La Inglaterra influyente y prestigiosa de los gentlemen y del libre cambio está dando paso a una nación poco amistosa, que confunde el derecho con la propaganda y sus intereses legítimos con otros mucho más ambiguos. El escenario post Brexit no responde precisamente a los acordes más amables.

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