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Jose Jaume

Otro lánguido y desvaído 12 de Octubre

Cuando llega el 12 de octubre, fiesta nacional de España, rezan las proclamas, en Madrid y demás territorios asimilados surge embravecido un fervor patriótico que arrasa con todo: la fiesta nacional, el paleolítico Día de la Hispanidad, es y debe seguir siendo una razón para que nos reconozcamos como lo que somos: españoles. Maldito el que ose cuestionarlo. Al tiempo, en comunidades, como Cataluña y País Vasco, que buscan recuperar la patria presuntamente perdida, es una afrenta, una nítida agresión a su identidad, disociada de la española por los siglos de los siglos, tesis compartida por sectores nacionalistas de otras comunidades en las que no son mayoritarios. Añadamos que hay partidos políticos con amplia representación parlamentaria que ven en el 12 de octubre la conmemoración de una conquista colonial, por lo que no se sienten concernidos, rechazando sumarse a los rancios fastos madrileños. Para completar el cuadro apuntemos que al gobierno de un ayuntamiento catalán, el de la tercera ciudad por población del Principado, Badalona, le da por desobedecer un auto judicial que le insta a mantener cerradas las oficinas municipales, porque la fiesta nacional ha sido oficialmente declarada no laborable. Abren. Quiebra la legalidad. Braman los patriotas contra tamaño desafuero.

Eso es España, donde ni tan siquiera es factible establecer el día de la fiesta nacional sin que salten las costuras y crujan las cuadernas. Lo del 12 de octubre fue una ocurrencia de Felipe González, allá por la década de los ochenta, porque no había forma de dar con otra fecha adecuada. Se optó por el Día de la Hispanidad, manoseado hasta la náusea a lo largo de la dictadura franquista, aunque entonces se denominaba "día de la raza". Eso es España. En Estados Unidos o en Francia está fuera de discusión que el 4 y el 14 de julio, días de la independencia y de la toma de la Bastilla, inicio histórico de laRevolución, son sus fiestas nacionales unánimente asumidas.

Pero España es otra cosa. La "nación más vieja de Europa", como engoladamente enfatiza Mariano Rajoy al hacer referencia al caso catalán, siempre ha estado mal garbada, nunca ha sido aceptada por todos. Convengamos, porque es cierto, que la dictadura del general Franco, con su indigerible parafernalia patriótica, hizo el suficiente daño a la idea de España para que todavía se padezcan las consecuencias. Si ni tan siquiera hay acuerdo en aceptar una misma bandera. Si el himno no tiene letra, cosa bastante chocante. A la constitucional, la que en su día enarbolaron los vencedores de la Guerra Civil ante la de los vencidos, la tricolor, se le sigue oponiendo ésta y, por supuesto, las de Cataluña y País Vasco. Además, aquí, en las Españas, se persigue judicialmente a quien quema la bandera. En Estados Unidos, el país donde el patriotismo y el culto a la bandera no se discute, por decisión del Tribunal Supremo, quemarla está amparado por la Constitución, porque hacerlo es un derecho reconocido por la primera enmienda, la que consagra la libertad de expresión. Qué envidia. En Francia, cuando desfilan las Fuerzas Armadas ante el presidente de la República, no se abuchea a éste, como en Madrid, año tras año, sucedió con el presidente Zapatero ante la poco disimulada complacencia del hoy presidente del Gobienro en funciones, a punto de obtener la investidura gracias a la desmayada abstención socialista.

¿Cómo lograr que en España tengamos una fiesta nacional aceptada por todos o casi todos? Hay que temerse muy seriamente que es misión imposible, tan imposible como conseguir que el 11 de septiembre en Cataluña no divida más que una, que no sea una fiesta de excluyente exaltación patriótica de la nación catalana libre e independiente a la que aspiran los soberanistas. Tampoco allí hay nada que hacer. Tanto el 12 de octubre como el 11 de septiembre son fiestas tan políticas que por fuerza excluyen a una parte de la ciudadanía.

Habrá que aceptar que cuatro décadas de régimen constitucional no han aventado nuestros viejos demonios, que seguimos sin ser capaces de encajarnos unos a otros. Estamos llegando a uno de los clásicos finales de etapa que, casi siempre lamentablemente, han marcado nuestra historia. La denominada segunda restauración, para diferenciarla de la primera, la canovista, hundida en 1923, se mantiene a trompicones, apuntalada por dos partidos envejecidos, cuarteados y muy cuestionados. El PP, aunque aparentemente pueda presumir de mantener una cierta fuerza, es en realidad un artefacto hueco, sostenido por la llamada inercia del poder. Lo dirige Mariano Rajoy, no ya un estadista, atributo que le queda a una distancia sideral, sino tan siquiera un político mínimamente solvente. Con él, el PP se encamina hacia un futuro incierto, presumiblemente destinado a convertirse en algo semejante a lo que durante la Segunda República fue la Confederación Española de Derechas Autónomas, la CEDA, capaz de obtener precarias mayorías parlamentarias, pero inahabilitada para proponer una versión moderna y atractiva de España.

Del PSOE qué más hay que decir sobre su autodestrucción. Es suficiente con atender a quien ahora lo representa, Javier Fernández, para cerciorarse de que no sabe cómo detener el mal que aqueja a la socialdemocracia europea. El partido socialista se acaba. No volverá a ser el que fue. Alguien tan poco presentable como su portavoz en el Parlamento europeo, Ramón Jáuregui, un funcionario del partido desde siempre aferrado a cargos públicos generalmente bien remunerados, se ha felicitado públicamente de que el PSOE haya abandonado el radicalismo. Como certificado de defunción la declaraciónde Jáuregui es válida.

Nos quedan los pretendidamente nuevos: Podemos, que trata de parecerse a lo que es España, lo que antaño quiso encarnar el PSOE, pero al que le sobran muchas cuerdas para tan poco violín, y Ciudadanos, que languidece ante su notoria incapacidad para ser un componente esencial en la modernización española que se demanda.

Todo eso en el 12 de octubre que el miércoles presidió el jefe del Estado, el rey Felipe VI, al que no le conviene en absoluto que se establezcan comparaciones con el mejor Juan Carlos, aquel de los años setenta y primeros ochenta.

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