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Antonio Papell

Jugar con la democracia directa

El referéndum colombiano de este domingo, en que la mayoría social de aquel país ha sabido sobreponerse al torrente propagandístico global que trataba de arrollar a la opinión pública, pone en cuestión la democracia directa, no para desacreditarla sino al contrario: las sociedades nacionales ya no se dejan embaucar por reclamaciones plebiscitarias falseadas que han sido históricamente el método espurio de legitimación de los dictadores.

Lo sucedido en Colombia es iluminador: el gobierno de Juan Manuel Santos emprendió una intensa y meritoria negociación con las FARC, una organización guerrillera de extrema izquierda, que sin embargo concluyó con un ambiguo y complejo acuerdo que zanjaba los delitos comunes y los crímenes de guerra mediante juicios promovidos por una jurisdicción especial que no imponía penas de prisión, ni siquiera simbólicas. Quedarían, pues, en la impunidad delitos de lesa humanidad, secuestros, ejecuciones sumarias, otras violaciones de derechos humanos, narcotráfico masivo, etc.

Pese a ello, la comunidad internacional apoyó sin entusiasmo el proceso de paz y su resultado exitoso (en nuestro país, algún medio, con apoyo incluso del nobel Vargas Llosa, hizo entusiástica campaña a favor), ante el silencio de numerosos sectores de opinión, que sin embargo aprovecharon cualquier ocasión para comparar el experimento colombiano con el proceso de liquidación de ETA: en España, los promotores institucionales del final del terrorismo no hicieron una sola concesión jurídica, y quienes delinquieron continúan en prisión. Aquí hemos tenido siempre claro que el fin no justifica los medios y que el final del terrorismo no podía lograrse negando el estado de derecho o difuminando el imperio de la ley.

Los colombianos vieron, además, con estupor cómo su gobierno festejaba el acuerdo, lo firmaba con gran solemnidad y convocaba a la comunidad internacional en Cartagena de Indias para que participara en la exaltación del evento? Todo ello antes de que se diera al pueblo soberano la posibilidad de ratificarlo en las urnas, como estaba previsto. Santos puso todos los medios públicos para impulsar el sí, y ni siquiera se tuvo al decencia de considerar la posibilidad de que hubiera que aplicar una opción alternativa si salía el no. Finalmente, la ciudadanía, irritada, ha hecho saber su desacuerdo con los planteamientos y el desenlace del proceso de paz. El estupor de sus promotores es la prueba de su irresponsabilidad, y habrán de ser ellos quienes saquen ahora el país del atolladero.

La democracia directa, la apelación a las urnas para transferir al pueblo soberano una decisión concreta, es algo muy serio que no puede convertirse en subterfugio ni en coartada. En el Reino Unido, el irresponsable Cameron, un frívolo indigente intelectual, embarcó al país en una aventura sin sentido, mal gestionada y peor planteada, que ha puesto al Reino Unido y a toda Europa en el disparadero, aun cuando los sociólogos políticos avisan de que una consulta más profunda, con más pedagogía, arrojaría probablemente otro resultado. Y en España, el enconamiento del conflicto catalán proviene de que nadie se ocupó de corregir una imprevisión constitucional que permitía que los catalanes refrendasen primero su nuevo estatuto de autonomía, antes de que el Tribunal Constitucional pudiera enmendarlo según su criterio jurídico. La protesta de la sociedad catalana y su rechazo a una norma colada de rondón en su ordenamiento es perfectamente comprensible.

La democracia directa, para que sea legítima y cabal, tiene requisitos que guardar la simetría de los dos términos de la proposición, la explicación completa de las dos opciones, la igualdad de oportunidades entre los contendientes, etc., y cuando se utiliza sin tasa para fortalecer simplemente una opinión frágil y controvertida, termina provocando el caos, cuando no la tragedia.

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