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Antonio Papell

El fracaso de las primarias

Las elecciones primarias en el Partido Socialista no son una invención de Pedro Sánchez y su equipo: con independencia de que hasta 1936 todos los cargos orgánicos fueron elegidos directamente por la afiliación, como correspondía en los entonces llamados partidos de masas, la fórmula se ensayó en abril de 1999, cuando un PSOE todavía no rehecho por la pérdida del poder dos años antes y por la retirada de Felipe González de la secretaría general en el congreso de junio de 1997, decidió celebrarlas para elegir al candidato a la presidencia del Gobierno. Se presentaron el secretario general que sucedía a González elegido a propuesta de este en el 34º congreso, Joaquín Almunia, y el exministro José Borrell, y, para sorpresa del aparato, ganó Borrell con el 54,99% de los votos. Finalmente, el candidato se retiró de la carrera electoral porque fue víctima de una maquinación: salió a la luz la corrupción de unos remotos colaboradores suyos en Barcelona durante su etapa como secretario de Estado de Hacienda, y Borrell, consciente de que aquella filtración era seguramente "fuego amigo", decidió desistir y dejar el camino expedito a Almunia? que cosechó una catastrófica derrota frente a Aznar. En cierto modo, el método del amotinamiento del aparato socialista contra una decisión de las bases en primarias se estrenó en aquella ocasión.

Las primarias son una institución controvertida, que no agrada manifiestamente a los profesionales de la política que forman el aparato oligárquico y endogámico de los partidos. En efecto, gracias a esta fórmula abierta, cualquiera puede aspirar al liderazgo con tal de reunir unos requisitos mínimos. Desparecen, pues, el cómputo de los méritos, la antigüedad, el entramado de las relaciones políticas como elementos de promoción interna, con lo que las inercias de los viejos partidos se resienten. No es extraño que la amotinada mayor frente a Pedro Sánchez, elegido en junio de hace dos años por las bases en abierta competencia con otros dos candidatos, sea Susana Díaz, una apparatchik del PSOE andaluz, que lleva desde la adolescencia haciendo méritos en el interior del aparato, hasta alcanzar la cúspide automáticamente tras la traumática renuncia de Griñán, acusado de corrupción en el caso de los ERE. Díaz fue presidenta de Andalucía antes incluso de haber pasado por las urnas.

La Constitución no establece la obligación de las primarias en los partidos pero sí dispone (artículo 6) que "su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos", por lo que el recurso a la militancia parece más que justificado. Y con este mecanismo sucede como con la democracia misma: probablemente es un pésimo sistema de promoción de los líderes pero es el mejor de todos los conocidos. Tanto es así que en bastantes de las grandes democracias Estados Unidos, Alemana, Francia, Italia ya forman parte de la legislación sobre partidos políticos.

El golpe de mano contra Pedro Sánchez se ha dado, con toda evidencia, para evitar precisamente que prosperen sus planes de convocatoria de un congreso previa elección en primarias del secretario general. Los amotinados creen, seguramente con razón, que Sánchez tiene todavía el apoyo de la militancia, y quieren descabalgarlo porque creen es un suponer que la militancia se equivoca. Es inquietante esta convicción en quien cultiva una parcela de poder en el interior de un partido político.

Lo que más preocupación suscita de este panorama es que la opinión pública considerará seguramente que el fracaso de las primarias es el signo de que permanece la vieja política. Y si la ciudadanía interpreta que los partidos tradicionales están obstinadamente empecinados en mantener su organización oligárquica, seguirán abandonándolos para dar opción a las nuevas organizaciones que, con todos sus defectos, han interpretado cabalmente al menos el deseo de cambio de la mayoría.

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