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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Coraje entre copas

El estado moral de la comunidad no se ha dirimido en el debate político en el Parlament, donde los diputados socialistas, catatónicos por el discurso de Armengol, eran exhortados por whatsapps a aplaudir a una presidenta sin chispa de genio. Los aplausos, desganados, apenas consiguieron disimular la decepción de una intervención plana, sin la tensión que generan las verdades que destripan la realidad; para olvidar. El verdadero estado moral de la comunidad se había dirimido unos días antes, en la barra de un bar.

La reyerta tuvo lugar en el escenario de un local de moda en Palma. De un lado, la consellera de Obras Públicas, Vivienda y Transporte de Jaume Matas (el delincuente insolvente que, vestido de pingüino, casaba a su hija menor en el puerto de Andratx, fiesta en Biniorella, 60.000 euros), Mabel Cabrer, miembro del gobierno más corrupto de la historia de Balears. De ese gobierno nos queda el recuerdo del Rasputín, los caballistas de Ses Salines, Son Massot, la acusación de comisiones para el PP de la adjudicación de Son Espases, los votos para el trinque de Can Domenge, el escándalo Andratx, la ópera de Calatrava, los lupanares de Rodrigo de Santos, el cleptómano Damián Vidal, Bitel, el inútil Palma Arena, Turisme Jove, Plan Territorial de Mallorca, el hotel Rocamar, el palacete de Sant Feliu. De la responsabilidad personal directa de la consellera, recordamos el Metro concebido como una canalización a lo bestia de pluviales, "todo culpa de Emaya (Cirer)" según aquélla; la destrucción ilegal del puente de Bennàssar; la absurda autopista de Eivissa; la destrucción del parque de las estaciones de Carme Pinós (mil millones de pesetas a la basura); el desastre del parque de las ventilaciones. Pretendía despertar nuestra conmiseración cuando en 2006 declaraba: "Hay momentos en que hay que temblar y no duermo. Yo no he dormido muchas noches. Yo sufro mucho con estas obras. La gente no se lo creería. Soy una persona que sufre mucho y todavía me ocurre? Yo sufro? Pero se sufre". Vestida de Loewe, revestida de sus matrículas universitarias y del poder con el que su partido la consagró como portavoz, ni una sola vez cuestionó las decisiones de Matas, como el resto de sus compañeros de gobierno colegiado. Nunca van a poder desprenderse de esta mancha; que a otra cualquiera con un mínimo de decencia no le permitiría acuchillar con altivez las aceras de Jaume III con tacones de Prada.

Del otro lado, Marisol Ramírez, antigua periodista, candidata electoral en las listas de IU, mujer de rompe y rasga, de quien se deshizo Matas, publicidad institucional mediante. La echaron de la SER, emisora "socialista", empresa mercantilista. Ahí se escenificaba el futuro de Prisa. Ramírez, periodista que disputaba el protagonismo a sus entrevistados, era conocida por su verbo vehemente, su descaro ante el micrófono y su radicalidad expresiva, señalaba el camino, precursora, a los que la siguieron: Maruja Torres, Enric González, Miguel Ángel Aguilar y una larga lista de los que hicieron de El País la referencia indiscutible de la modernidad. Sus detractores (abundan), le reprochan su ascenso social al tiempo que mantiene un compromiso firme con los sueños imposibles de la izquierda y con la lucha feminista por la igualdad. En una isla reaccionaria donde figuran enraizados el recelo, la envidia, la codicia, la cobardía ante el poder y el desprecio a la cultura, no es extraño que se apunte a la incompatibilidad entre alta posición social e izquierdismo. Mientras Rajoy reivindica la imposibilidad factual de que al PP sólo le voten los ricos, la mezquindad intelectual de la derecha niega la evidencia de que aquéllos voten a la izquierda, cuando es el porcentaje más alto de los que lo hacen a Podemos. Ramírez, según cuenta ella misma en las redes sociales, llamó "ladrona" a Cabrer. Le dijo que "debería darle vergüenza pasear como ladrona que es por esta ciudad donde todo el mundo conoce su corrupción". Cabrer, encarándose con ella, la llamó "sinvergüenza" y abandonó, rauda, el local. Ramírez, desatada, afirma en Facebook: "A mí, ni tú ni Matas me aguantáis la mirada. Os conocemos: panda de ladrones, no olvidamos".

La noche es proclive a la tragedia y las barras de los bares han sido siempre escenarios donde se han zanjado disputas menores, mayores, y enconos atávicos. Pero es un ámbito donde no sirven ni la parafernalia institucional, ni los Manolos, ni las matrículas, ni los títulos; donde lo que reina es el latigazo de la inteligencia apoyado en la pasión; donde una palabra, un adjetivo, pueden ser más letales que un tajo a la yugular. De noche y en la barra, frente a Ramírez, Cabrer no era más que un vertedero moral, aunque no disponga de la conciencia que así se lo indique. De la ideología de Ramírez, cercana a IU, me separa la condición de socialdemócrata liberal y escéptico; de su carácter, la pasión por ser el astro más rutilante. Los años y la seguridad que le ha brindado el azar (sólo un Diógenes cuya casa es un tonel se atreve a burlarse del mismo Platón y desdeñar a Alejandro) le han facilitado el pleno desarrollo de la libertad, el arrojo y el coraje que desde siempre han inflamado su alma. Quizá se soñó Antígona enfrentándose a Creonte, quizá Yocasta descubriendo que su marido Edipo era su hijo, quizá Medea vengándose de Jasón. Son pasiones tumultuosas las que dirigen sus pasos hacia el teatro, la escena, el aplauso. Pero no estamos en los años de la posguerra, en el siglo XX, ni en París, ni está enamorada de Albert Camus. Y ya no puede ser María Casares, la actriz por la que hubiéramos pisoteado nuestro orgullo de hombres. La he visto alguna vez por IB3 lanzando soflamas incendiarias contra esto y aquello, como un Unamuno mujer, pugnando por la emoción y desdeñando la razón, poco complaciente con la golpiza de su corazón. La primera madurez la ha embellecido dotándola de este aire mórbido, voluptuoso y perturbador que nimba a la mujer fatal pintada por simbolistas como Félicien Rops, Gustave Moreau o Franz von Stuck. Pero su energía vital me la emparenta con las heroínas (ella se siente una heroína, aunque nunca lo confesaría) de Ford, las mujeres fordianas: la Anne Bancroft de Siete mujeres, la Ava Gardner de Mogambo, la Maureen O'Hara de El hombre tranquilo. Y cuando levanta una de sus enigmáticas cejas, no deja de sugerirme este mismo movimiento ejecutado por Lauren Bacall, ¿un gesto de interrogación o quizá de suficiencia? Sea como sea, es este seductor y excesivo personaje femenino, que ama tanto al riesgo como a sí misma, el que ha roto el muro de las convenciones sociales (olvidando que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio), y transgrediéndolas con coraje, ha dado sentido al agravio de todos los que, impotentes ante la desvergüenza partitocrática, se han refugiado tras las murallas de su castillo, su casa.

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