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Antonio Papell

Lección vasca

El moderantismo y el pragmatismo del Partido Nacionalista Vasco, hegemónico en Euskadi y favorito en las elecciones del próximo domingo, constituyen sin duda una lección para la política española en general y para la catalana en particular. Tras el final de ETA, la reclamación de independencia ha descendido hasta el 24% (según el Euskobarómetro del pasado abril) cuando era del 37% hace apenas dos años, y el debate preelectoral de estos días tiene bien poco que ver con el soberanismo y sí con la socioeconomía: la campaña del PNV está centrada en reducir el paro por debajo del 10% (actualmente es del 13% frente al 21% de la media española), en un contexto que sobresale del resto del Estado: el gasto social por habitante es de 3.000 euros por habitante/año frente a 2.200; la inversión en I+D es del 2% frente al 1,2%, etc.

En claro contraste con el desaguisado del nacionalismo catalán, que no ha sido capaz de encarrilar sus aspiraciones no toda la culpa es suya, obviamente, pero el nacionalismo vasco ha tenido en Madrid los mismos interlocutores que el catalán, el PNV ha acertado al vincular su dimensión introspectiva a la equidad. En unas declaraciones del pasado domingo al principal periódico de Cataluña, el candidato Urkullu declaraba sin ambages que "la dimensión social y la identidad deben ir juntas, la segunda no puede excluir la primera, Ese es nuestro enfoque". Y con relación a la pregunta de si el PNV va a explorar la vía unilateral en su reivindicación nacionalista, el lehendakari vasco no pudo ser más explícito: "Yo no creo en la vía unilateral ni creo que tenga posibilidades en la Unión Europea. No seria aceptada. Creo más en las vías pactadas, en la bilateralidad [?]. Nuestra propuesta es un nuevo pacto con el Estado. Un pacto que incluya el reconocimiento de la identidad nacional, donde haya garantía de una relación de igual a igual dentro de la bilateralidad efectiva y la posibilidad de ejercer el principio democrático de consultar a la ciudadanía de manera legal y pactada". Y cuando el entrevistador le pide un consejo para los políticos catalanes, responde con un mensaje bien inteligible: "Como nacionalista, yo no renuncio a mis principios y voy a seguir trabajando para alcanzar mayores cotas de soberanía, anclado en los derechos históricos y siendo muy consciente del contexto europeo. Hay que ganarse la adhesión de mucha gente, dándole a entender que un mayor autogobierno redundará en el bienestar de todos. Y eso no se logra con la división y el frentismo".

Además de este ejemplo de sensatez en la gestión de la "cuestión nacional" que deberían asimilar los catalanes, Euskadi ha sido un ejemplo de pactismo que han de digerir las fuerzas estatales. Como es bien conocido, en 1979 las fuerzas vascas consensuaron el estatuto de Gernika y tras las elecciones autonómicas de 1986, el PNV y el PSE consiguieron un fecundo pacto de gobierno que posibilitó el pacto de Ajuria Enea de 1988, impulsó la modernidad vasca y puso las bases del fin de ETA. En 2009, otro gran pacto, esta vez entre el PSE y el PP, sacó a Euskadi de la crispación provocada por el intento rupturista de Ibarrexe. Al llegar Urkullu a la mayoría en 2013, volvió la estabilidad del viejo pacto PNV-PSE. Hay cultura pactista.

Sentado todo lo anterior, es poco cuestionable que el actual régimen autonómico vasco basado en el concierto económico y el cupo está siendo un fecundo factor de desarrollo y estabilidad para Euskadi, por lo que no tienen sentido alguno las reclamaciones de revisar la fórmula. La foralidad es constitucional, y aunque pueda legítimamente cuestionarse la cuantía del cupo, no tendría sentido perturbar un régimen que funciona con evidente soltura y con resultados magníficos para la gente.

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