Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

José Carlos Llop

El factor humano

Hace poco más de un siglo un escándalo sacudió a la sociedad mallorquina. Una acróbata circense con corsé y mallas saltó de boca en boca y no por haber besado tanto. Es sabido que unas piernas bonitas son el metrónomo de la música del mundo y a veces su trastorno, y la mención de aquellas piernas desencadenó la tormenta a la sombra de la catedral y entre las paredes del Círculo Mallorquín. Hubo de todo. Protestas ante el gobernador civil. Anatemas en púlpitos. Sarcasmos groseros en los cafés. Cuchicheos a la salida de misa. Rivalidades periodísticas y políticas. Condenas en todas las casas, tantas como afán de curiosidad masculina -y alguna que otra femenina- por el asunto.

Miguel Villalonga novelaría este episodio años después en Miss Giacomini, una novela tan deliciosa como divertida, que es uno de nuestros mejores retratos. ¿Lo sigue siendo? Mallorca ha cambiado mucho desde entonces, aunque sus pecados -públicos y privados- sigan siendo casi los mismos. Pero este 'casi' es importante: ahora la isla es una sociedad mucho más libre, pero también una sociedad desarticulada y desestructurada donde cualquier cantamañanas hace pasar por verdades sus mentiras y por conocimiento su ignorancia de saltimbanqui. A estas alturas esto no es bueno ni es malo: simplemente es. O como dicen por ahí: es lo que hay. Siendo por tanto así las cosas, ¿se imaginan lo que hubiera podido hacer Miguel Villalonga con el asunto del obispo? Pues no lo intenten: probablemente poca cosa. Miss Giacomini ha dejado de ser un espejo y lo es sólo de nuestro pasado. La clave ahora está en la ausencia de escándalo, o lo que es mejor: en la inexistencia de ganas de escandalizarse. O lo que es mejor aún: en la pérdida de sentido del escándalo. El asunto del obispo o The Bishop's Affaire no daría para una novela breve como Miss Giacomini, salvo para aquellos -o aquellas- que recogen los trabajos de otros y se los hacen suyos.

César González-Ruano, allá por los años treinta, lo escribió de esta manera: 'ahora la vida ya no es una novela, es sólo un reportaje'. Y aquí el chándal del obispo es, precisamente, lo que nos da el reportaje. Nada de 'Roma locuta, causa finita' -convertido en eslógan periodístico-: el chándal y sólo el chándal. ¿Puede alguien enamorarse y presentarse ante la enamorada en chándal? El chándal es como el pelo teñido del impostor Enric Marcó, aquel catalán que engañó a todos haciendo creer que había estado en un campo de exterminio nazi. Un hombre que se tiñe el pelo es como otro que recibe a sus amistades en chándal: ambos nos dan la medida de su impostura en el tinte y en la prenda. Y en alguien, digamos, tan litúrgico como un obispo, la vestimenta acarrea todavía más delito.

Cuando acababa de llegar a Mallorca procedente de Ibiza o de Tortosa, que no lo sé, me encontré al obispo en el Parc de La Mar, vestido con chándal y provisto de un gorro como de pitufo. Era él, sin duda, y pensé que estaba haciendo deporte, con lo que no me sorprendió la prenda y achaqué aquel estrambótico gorro al camuflaje. Tampoco olvidé, entre los pinos, ni su mirada, ni su gesto facial: no era de pastor. Había una rara altivez surcada por la desconfianza en ese rostro, pero no le di más importancia. Uno no tiene contacto con obispos y por tanto no sabe cómo miran cuando hacen deporte y tampoco cuando no lo hacen.

La segunda vez que lo vi por la calle -hace de eso un año- ya me sorprendió un poco más, porque aquel rostro no sólo no se había pacificado, sino que había incorporado una mueca que también intenté interpretar. Estoy convencido de que el uso habitual del chándal embrutece y aquella era la mueca de un hombre poco sutil -es lo que tiene el chándal, insisto-, que minusvalora lo que no conoce, pues considera que si no lo conoce es porque no vale la pena. Pero había más. La situación tenía su vis cómica. El obispo iba en su coche, sentado al lado del chófer y quería -el chófer llevaba el volante pero él llevaba el mando- que el automóvil pasara por una calle demasiado estrecha, el carrer del Vent. Mostrábase inquieto -y escribo mostrábase porque lo encuentro adecuado tratándose de un obispo- ante lo angosto de las seculares piedras de Montesión. Miraba los muros de la iglesia y del colegio donde me formé, como si le hubieran hecho algo malo. Y su gesto indicaba que la calle -como el Mar Rojo ante Moisés- debería haberse abierto a su paso. Esta fue la impresión que me dio aquella mirada y tampoco era, al menos en ese momento, la de un pastor.

Las piedras seculares de Montesión... En la Mallorca desarticulada sólo quedan las piedras: todo son palacios y palacetes. Es lo que tiene la cosa inmobiliaria y la tontería. Pero aquí sólo ha habido tres palacios -cansado estoy de escribirlo- y uno es muy moderno, tanto que nunca se le llamó palau, sino palacio March. Los otros dos son La Almudaina y el Palau del Bisbe. Ambos son edificios maravillosos, situados en el mejor lugar de la ciudad. También el Palacio March. Pero ninguno de los tres son lugares para ir en chándal. El obispo no quería perder su casa -una de las mejor situadas del Mediterráneo- y la ha perdido: aún no sabe cómo ha sido. Y mientras otros piensan en lo que piensan -Roma locuta?, etcétera, etcétera-, yo creo que al obispo lo han expulsado las piedras del barrio, hartas de verlo en chándal. La mujer -como Miss Giacomini en la novela de Miguel Villalonga- sólo ha sido lo que los franceses llaman el agente provocador. Pero en una Mallorca que no se escandaliza ante nada, un chándal todavía puede hacer estragos.

Compartir el artículo

stats