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Antonio Papell

El dilema moral

El actual bloqueo político

simplificadamente: la derecha no consigue sobreponerse al conjunto de la oposición y la izquierda no logra cohesionarse por discrepancias de calado, en parte relacionadas también con la cuestión territorial es un fenómeno complejo, en el que intervienen diversos factores cruzados. Uno de ellos, y no el menos importante, es que ha desaparecido el viejo bipartidismo imperfecto y las antiguas bisagras los partidos nacionalistas a los que se recurría en busca de estabilidad no sólo han dejado de desempeñar su papel tradicional sino que, al haberse embarcado las principales formaciones de ese signo en un proceso soberanista, se han vuelto tan excéntricas que ni siquiera son interpeladas para que contribuyan a la gobernabilidad.

De cualquier modo, la fracasada investidura de Rajoy ha evidenciado que el centro-derecha, exceptuando las fuerzas nacionalistas, reúne 170 escaños, una mayoría relevante, superior incluso a la que han ostentado otros gobiernos anteriores (el primero de Aznar o el segundo de Zapatero), por lo que es explicable la pretensión de Rajoy de que se le deja gobernar, para lo que reclama la abstención, siquiera parcial, del PSOE.

Ante esta solicitud, los socialistas están obligados a ponderar su actitud mediante una reflexión política y moral. El dilema, que es éticamente muy arduo y políticamente muy complejo, deberá considerar, de un lado, un valor objetivo: la necesidad de estabilidad política de este país, la conveniencia de que deje de vivir en la actual inestabilidad, la urgencia de poder adoptar determinadas decisiones rutinarias en aras del bien común. En favor de esta hipótesis juega el argumento de que si se produjera tal condescendencia, el gobierno quedaría en realidad a merced tanto de Ciudadanos como del PSOE en todas sus decisiones legislativas y parlamentarias ya que sus 137 escaños no le permitirían aprobar iniciativas en solitario.

De otro lado, está también otro valor moral, que es la palabra dada, la exigencia de mantener la debida lealtad hacia los electores, a los que el PSOE dijo que solicitaba el voto para cambiar el signo del gobierno, para relevar a Rajoy de la presidencia y para proceder a una gran regeneración moral del gobierno y del país.

El cumplimiento de la palabra dada, que siempre es exigible en democracia, tiene en este caso un valor adicional, dado que hemos vivido una etapa detestable de corrupción y venalidad que no ha recibido desde del poder la respuesta contundente que resultaba exigible. El estallido del caso Soria minutos después de que fracasara la investidura de Rajoy demuestra que el PP no ha entendido lo inaceptable de la arbitrariedad ni está dispuesto a aplicar el rigor ético con que deben gestionarse los asuntos públicos. La provocativa inhibición del PP ante algún caso resonante pone seriamente en duda que esta formación política haya entendido el alcance de la irritación social y de la exigencia ciudadana al respecto.

Esta es en definitiva la disyuntiva que tiene que afrontar la cúpula del PSOE, que sin duda es consciente de que el electorado fiel y también, por supuesto, el disidente, que emigró hacia otras zonas del espectro político, provisional o definitivamente no le toleraría una malversación de su voto, que no se emitió precisamente para convalidar alguna forma de continuismo. Con todo, es patente que en la familia socialista no hay unanimidad, como lo prueba el hecho de que algunas voces muy significativas González, Zapatero o Borrell, además de algunos "barones" territoriales propugnen una apuesta por la gobernabilidad.

De momento, Sánchez muestra firmeza y claridad de ideas, advertido también de que si condescendiera con la gobernabilidad permitiría a Unidos Podemos erigirse en la única oposición creíble, y quién sabe si adueñarse también irremediablemente de todo el hemisferio político de babor. Una posibilidad que a más de uno le producirá escalofríos.

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