Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Jose Jaume

Fraterno abrazo de Cañizares a Salinas

Roma locuta. Causa finita. Se ha cumplido a rajatabla la vieja sentencia: cuando el Vaticano decide, la cuestión queda zanjada. La santa sede ha optado, ha dejado que transcurriera el tiempo que ha estimado necesario; sabido es que para la Iglesia católica la gestión de sus asuntos no guarda relación alguna con los de este mundo: la suya se columpia en la eternidad. Pero al final, en el momento considerado preciso, ha prescindido del obispo de Mallorca.

Javier Salinas paga no tanto haber conculcado la doctrina oficial, sino el hecho de que no haya sido capaz de fortificar su casa, de no impedir que su historia con quien ha sido su secretaria, una mujer casada, traspasase los muros de palacio. Es lo que Roma no puede tolerar: el escándalo protagonizado por uno de sus pastores. Cómo permitir que el obispo de una diócesis quede exento de responsabilidad cuando un marido ofendido, que además pertenece a la clase siempre acunada con mimo por la Iglesia, le acusa públicamente de haber quebrado su matrimonio, cuando insta a las altas instancias vaticanas a intervenir. El desenlace era del todo previsible: Salinas marcha a Valencia, de tercer obispo auxiliar del pedestre cardenal arzobispo Antonio Cañizares, a su vez desterrado de la curia romana. Cañizares, integrista de ley, antiguo cardenal primado de España, poca fraternal sintonía mantiene con el papa Francisco. La suya fue la época restauracionista del polaco Wojtyla y del cardenal Rouco Varela, éste sí hermano en Cristo, aunque se las tuvieran habitualmente tiesas. Salinas será acogido benévolamente por Cañizares. Su pecado es disculpable. El cardenal valenciano no apreciará la gravedad que sí halla por doquier en las desviadas conductas homosexuales, en la tan execrada idología de género.

Lo que sigue sin conocerse es si ya ha concluido el aleteo de la mariposa, si Javier Salinas, embridada convenientemente su funesta fascinación, ha retornado al redil o si, por el contrario, el aleteo prosigue grácil y vigoroso. Valencia, si se desea con ardor, no es ningún obstáculo insalvable.

Mientras se dilucidan cuitas tan terrenales, la Iglesia católica de Mallorca se apresta a recibir a un administrador apostólico, al auxiliar de Barcelona, Sebastià Taltavull. En la Curia romana, después de los desastrosos pontificados, por razones de lo más opuestas, de Salinas y su antecesor, Jesús Murgui, un pusilánime incapaz de tomar decisiones, rápidamente neutralizado por un clérigo ambicioso y trepador como es el caso del prior del oratorio de La Sang, Lucas Riera, sacado a empujones de la vicaría general, quieren que Taltavull escudriñe al detalle qué diantres sucede en la diócesis mallorquina. El administrador apostólico se topará con un clero levantisco, nada proclive a dejar de lado las disputas; con unos canónigos que de inmediato pugnan por hacer la vida imposible a quien llega al palacio episcopal. El naufragio de Murgui fue tan estrepitoso que en el Vaticano se apiadaron de él optando por enviarlo a una diócesis tranquila, una levantina aldea de campanario, donde ahora puede dejar pasar sosegadamente sus días. Salinas, que arribó con unos ciertos bríos, primero no supo zafarse de la tela de araña que los de siempre fueron tejiendo ante sus narices y, después, sobrevino la pulsión que ha acabado con su pontificado. Los señores canónigos de la Seo preguntan y se preguntan, esbozando su media sonrisa cómplice, hasta dónde ha llegado Lucas Riera para precipitar el final de Javier Salinas.

Sebastià Taltavull escudriñará, observará, preguntará y finalmente elevará su diagnóstico a la Santa Sede, al dicasterio correspondiente, que lo pondrá en conocimiento del papa, para que el sumo pontífice de la Iglesia católica, apostólica y romana tome una decisión. Ha de resultar especialmente molesto para el Vaticano prestar atención a una diócesis de una turística isla del Mediterráneo de la que se pudo olvidar a lo largo de las décadas en las que Teodoro Úbeda la pastoreaba. Ese sí que sabía cómo se las gastaba el clero mallorquín. El sí que conocía qué piel habitaban sus subordinados. Tuvo problemas. Algunos económicos de no poca monta. Siempre se las arregló satisfactoriamente, legando, para frustración de los de siempre, la capilla de Barceló en la Seo. Fue su empeño personal, personalísimo, el que posibilitó la maravilla. Allí está enterrado como recordatorio y para que nadie tenga la ocurrencia de desmantelar su obra, que alguno ya ha discurrido cómo hacerlo.

Dicen en la curia diocesana que la Iglesia católica de Mallorca no puede permitirse un tercer obispado fallido. Exageran. Puede, y hasta un cuarto y un quinto si falta hiciese: la Iglesia universal puede permitirse que en la turística isla del Mediterráneo sucedan cosas inverosímiles, hasta el terrenal apasionamiento de su obispo. Debe de obrar en consecuencia, pero aguantar, aguanta.

Probablemente, una vez cumplida la etapa de administrador apostólico, disciplinados a base de látigo sus ariscos subordinados, reconducida la situación, encauzados los casos de pederastia, calmadas las aguas, Sebastià Taltavull acepte la mitra que se le ha ofrecido convirtiéndose en obispo de Mallorca. Es un menorquín bregado en Barcelona, que, además, no llega a Palma sin tener ni idea de lo que en la diócesis acontece. Despedido Salinas a la eclesial manera, con misa de acción de gracias incluida, lo que no deja de ser un sarcasmo, porque qué acción de gracias hay que exhibir cuando el despropósito ha constituido la norma. Tal vez quepa argüir que hay que darlas porque por fin concluye el melodrama devenido en astracanada.

Lo que no deja de ser chocante es la resistencia que ha mantenido Javier Salinas: quería a toda costa continuar siendo obispo de Mallorca. No deseaba abandonar la diócesis en la que ha encontrado la plenitud de su vida. Es doloroso perder lo que se ama. Salinas pierde la posesión de un palacio que mira al mar como ningún otro, pero aclaremos que es posible que no lo pierda todo, que no deje aquí lo que se ha constituido en eje de su experiencia más vital. En Valencia, junto a Antonio Cañizares, podrá entender cabalmente que la distancia es en ocasiones la mejor argamasa para solidificar situaciones que por su propia naturaleza escapan a todo control, incluso el de la Iglesia católica.

Compartir el artículo

stats