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Eduardo Jordà

Mini-golf

Aveces un viaje en autocar resulta más ilustrativo que cien ensayos de sociología. Hace un año hice un largo recorrido en uno de esos autocares...

Aveces un viaje en autocar resulta más ilustrativo que cien ensayos de sociología. Hace un año hice un largo recorrido en uno de esos autocares de línea que apenas aparecen en nuestras películas más cool. Uno de los pasajeros era una chica que llevaba los brazos cubiertos de tatuajes. Cada vez que el autocar pasaba frente a un cementerio, aquella chica se santiguaba. En nuestro imaginario, una chica gótica con dragones tatuados es cualquier cosa menos alguien que se santigua cuando pasa frente a un cementerio. Pero aquella chica lo hacía, igual que lo habían hecho su abuela y su bisabuela. ¿Por qué? Eso no lo sabemos, pero lo que sí sabemos es que la mayoría de estereotipos sociológicos que creemos indiscutibles no se le podrían aplicar a ella. La realidad siempre es mucho más compleja que todas las teorías con que intentamos explicárnosla.

En ese mismo viaje pasamos frente a una urbanización en la que un padre que ya no era joven jugaba una partida de mini-golf con su hijo. Yo tengo la edad (antediluviana, se entiende) de quienes asistimos sorprendidos a la aparición de las primeras pistas de mini-golf en los hoteles de s´Arenal, en Palma. En las primeras comuniones, mientras nuestras familias charlaban en el comedor, los mayores nos mandaban a jugar al mini-golf, que entonces nos parecía una actividad muy moderna y recién traída de América. Pero eso, claro está, ocurrió hace cincuenta años. Ahora ya nadie se acuerda del mini-golf, salvo aquel padre probablemente divorciado y su hijo de seis o siete años, que jugaban una partida en un circuito vacío de una urbanización que también parecía vacía. Estaba claro que el hijo aún no había aprendido a tratar a su padre, que era casi un desconocido para él. Pero el niño aceptaba jugar con su padre aquella aburrida partida de mini-golf porque no tenía otra alternativa. Aquel casi desconocido que jugaba con él era su padre, al que de algún modo tenía que habituarse mientras le tocara compartir una parte del verano con él. Peor sería tener que estar encerrado en un apartamento, sin amigos ni familiares en aquella urbanización que parecía desierta. Y mucho peor aún sería tener que aceptar su medio orfandad y la intemperie existencial que eso significaba. Por lo tanto, lo mejor para él era creerse que lo estaba pasando bien con su padre mientras jugaban aquella partida en un lugar fantasmagórico.

Ayer, viendo en la tele la sesión de investidura, me acordé de aquel padre que jugaba con su hijo al mini-golf. Los electores necesitamos creer que tenemos una especie de padre putativo que se preocupa de nosotros, siquiera sea durante una parte de las vacaciones, y por eso nos empeñamos en depositar nuestra confianza en esos políticos a los que apenas conocemos (igual que ellos tampoco saben nada de nosotros). Y aunque no nos creamos casi nada de lo que nos prometen el año que viene te llevaré a la playa, el año que viene iremos a Disneylandia, el año que viene todo irá mejor, nos empeñamos en creernos sus mentiras porque no tenemos nada más a lo que aferrarnos. El ser humano necesita sentirse protegido, y esos políticos que dicen hablar en nuestro nombre aunque nuestra vida no parezca interesarles demasiado cumplen ese papel lejanamente protector. Es cierto que su sistema político está tan desfasado como las viejas pistas de mini-golf que aún sobreviven en algunas urbanizaciones. Y es cierto que lo que dicen y hacen apenas tiene sentido en el mundo de los "youtubers" que tienen un millón de retuits si escriben "limonada" en su cuenta de Twitter. Todo eso es verdad. Pero sería mucho peor para todos saber que no hay nadie que finja ocuparse de nosotros.

Por lo demás, ellos saben muy bien que sus mentiras responden a nuestra necesidad de creer en alguna clase de engaño que nos tranquilice y nos consuele. Y ellos saben también que unos y otros nos parecemos mucho: sus defectos son nuestros defectos; sus fallos y sus errores son también los nuestros. Por mucho que nos quejemos, compartimos con los políticos muchísimas cosas, igual que aquel niño del mini-golf compartía muchas cosas, que él mismo ignoraba o preferiría ignorar, con aquel padre casi desconocido. Y si los políticos fracasan ahora y se ven obligados a convocar unas terceras elecciones que tampoco resolverán nada, su fracaso será nuestro fracaso. Y su vergüenza debería ser también nuestra propia vergüenza.

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