La inversión pública en infraestructuras cayó en España en picado durante la crisis, y no se ha recuperado en absoluto con el fin de la etapa recesiva y el comienzo del crecimiento económico. Según el propio ministerio de Fomento, este departamento y sus empresas públicas adjudicaron en el primer semestre de este año 657 millones de euros, un 19,8% menos que en el mismo periodo del año anterior. La causa del descenso es doble: la lucha sesgada, a lo que se ve contra el déficit público y la inestabilidad derivada de que el gobierno esté en funciones.
La preocupación por este estado de cosas tiene varios frentes. En primer lugar, todos los países desarrollados están sometidos a un proceso constante de modernización de sus obras públicas que no puede detenerse, por lo que España perderá productividad si no hace lo mismo. Pero, además, la falta de inversión tiene efectos negativos sobre el empleo, y si no alcanza determinados mínimos, afecta también a la conservación del patrimonio construido, con consecuencias peligrosas para todos. Por ejemplo, la degradación de las carreteras, que obligará a fuertes inversiones para reconstruirlas el día de mañana, genera siniestralidad y muerte.
En definitiva, esta decadencia refleja escaso sentido del Estado porque permite la degradación material del país. Hay que reaccionar, y cuanto antes.
