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Antonio Papell

Cataluña en el espejo vasco

Euskadi va a elecciones el 25 de septiembre en un marco de estabilidad institucional y política sin precedentes en toda la etapa democrática. El lehendakari Urkullu ha gestionado con solvencia la etapa de paz irreversible, y, totalmente alejado de aventuras unilaterales, rupturistas o abiertamente inconstitucionales, comparece de nuevo ante las urnas con una propuesta pacífica de avance de un nuevo estatus de corte confederal, basada en la unidad en torno al derecho a decidir mediante una consulta acordada que no es en absoluto perentoria y que sería algo así como el programa máximo del PNV.

Quedan atrás pues no sólo el Plan Ibarretxe de 2004 -que salió adelante gracias a tres votos de la izquierda abertzale, que no quiso adherirse ni obstaculizarlo-, que alguno ha comparado con la "declaración de soberanía" catalana del 2013 y que también necesitó el apoyo de los radicales de la CUP, sino también los tiempos de disidencia pública entre Euskadi y el Estado: el lehendakari Ardanza y el entonces presidente del EBB, Arzalluz, tomaron la decisión de poner fin a los recursos del Tribunal Constitucional (TC) porque no le reconocían su papel arbitral; ahora, Urkullu ha regresado a la vía del litigio con el Estado a través del TC. La normalidad institucional es, pues, plena, y contrasta con el marco de "desobediencia" de que alardean Esquerra Republicana y el PDC (antigua CDC), por ejemplo.

Las analogías entre Euskadi y Cataluña suelen ser artificiosas y, sobre todo, inútiles, pero en este caso sirven para confirmar que el nacionalismo, tildado tantas veces de insaciable, puede vivir cómodamente en el marco autonómico de la Constitución española. En Euskadi, la digestión del fracaso del Plan Ibarrexte fue democrática, apacible y sensata, y el nacionalismo vasco ha sabido reconstruir su papel y ejercerlo con soltura. En Cataluña, la ruptura formal se produjo y en este punto la enclavan los independentistas- en la sentencia del TC sobre el Estatuto de Cataluña, y se ha plasmado en una posición que no sólo es antidemocrática sino también políticamente irracional: el fracaso de un proceso democrático siempre es subsanable y no legitima una respuesta al margen de la legalidad.

Conviene repetirlo, a la vista de la facilidad con que se olvidan los principios: en una democracia legitimada por el voto popular -fundacional y de ejercicio- como la española, las reformas, incluida la independencia de un territorio, deben someterse al imperio de la ley. Y la secesión sólo es legítimamente planteable, según los grandes consensos jurídicos internacionales, cuando existe una masa crítica muy significativa a su favor, algo que como es notorio no sucede en Cataluña, donde todos los escrutinios han demostrado que no alcanza ni la mitad de los votos. En estas condiciones, la obsesiva pertinacia independentista, que además se reivindica al margen del estado de derecho, tropieza con el muro inflexible de la legalidad y además fracciona dramáticamente a la sociedad catalana en dos mitades.

Es pertinente que se sepa y que se diga que esta táctica absurda de la desobediencia civil y la vulneración sin complejos de la legalidad no es la que los independentistas han utilizado en Quebec y en Escocia, que son los últimos escenarios de fenómenos similares en nuestro contexto occidental. La idea de "desconexión" que manejan en Cataluña los soberanistas, sin pararse a considerar que la mitad (al menos) de los "desconectados" no desean marcharse, es primitiva y autoritaria, y no encontrará apoyo alguno en la comunidad internacional. Euskadi, que ha vencido a los violentos -que nunca han existido en Cataluña, felizmente- plantea ahora su ser territorial libérrimamente, sin lastres ni ataduras. Quizá sea oportuno tomarla como referencia.

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