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Joaquín Rábago

El burka de la discordia

El burka, esa prenda que convierte en invisible de los pies a la cabeza el cuerpo de la mujer y le evita a así ser objeto o eso al menos se pretende de la salacidad del varón, está últimamente en el centro de una fuerte polémica en Alemania. A muchos cristianodemócratas y cristianosociales bávaros les gustaría verla prohibida por ley con el argumento de que es un obstáculo para la integración, llevan, pero otros, como el propio ministro del Interior, Thomas de Maizière, creen que no hay que llegar tan lejos.

"Uno no puede siempre prohibir lo que no le gusta", afirma razonablemente el ministro. Sobre todo, añadiría uno, cuando pueden contarse con los dedos de la mano las mujeres cubiertas de la cabeza hasta los pies que uno ve por las calles de cualquier ciudad alemana. Es mucho más fácil toparse con mujeres que llevan el burka o el niqab en cualquier calle de Londres o incluso en Viena o en las orillas del lago Leman, en Ginebra, adonde acuden tantas familias saudíes o emiratíes a tomar el fresco en verano. ¿Para qué hacer de un ratón una montaña?, se preguntan algunos.

Otros se remiten a lo ocurrido en Francia, donde se prohibió en 2010 llevar esas prendas en cualquier lugar público como contribución a la liberación de la mujer sin que tal hecho haya logrado su objetivo de reducir el número de quienes salen allí de casa totalmente tapadas. En el país vecino se impone a las sorprendidas por la policía llevando esa prenda una multa de 150 euros, que al parecer se encarga de pagar siempre algún mecenas musulmán, con lo que el efecto disuasivo de la sanción es mínimo.

En la Costa Azul francesa, varios alcaldes han extendido la prohibición al llamado "burkini", un bañador que cubre todo el cuerpo aunque deja visible el rostro de la mujer y que parece más bien un traje de buceador. Quienes en Alemania se oponen a la interdicción del burka argumentan que un Estado de derecho tendría que justificarla con argumentos muy serios ya que no se puede privar a alguien de la libertad de vestirse como le venga en gana, aunque no nos guste.

En el campo contrario, el partidario de su prohibición, se explica que el burka representa la opresión de la mujer por un patriarcalismo tan arcaico como extremo, y que no puede hablarse en ningún caso de libertad de elección. Otra cosa es, por ejemplo, el hiyab, el velo que cubre la cabeza pero deja bien visible el rostro: para muchas jóvenes musulmanas es un simple símbolo de identidad e incluso de rebeldía mientras que otras lo siguen identificando con la falta de emancipación de la mujer musulmana.

Esa ambigüedad se echa de menos en el burka afgano o en el niqab saudí: las mujeres que lo portan lo hacen bien por el peso de la tradición, bien porque se lo imponen sus maridos. Pero ninguno de esos casos sería en teoría suficiente para determinar su prohibición. Un argumento que podría esgrimirse para justificarla es que entorpece la comunicación entre personas en el espacio público, como sentenció hace dos años el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo en apoyo de la prohibición francesa.

Según aquel veredicto, tanto el burka como el niqab pueden ser un obstáculo para la convivencia ya que la visibilidad del rostro es fundamental para la interacción entre las personas. Es cierto que hubo en Estrasburgo dos opiniones discrepantes, ambas de dos juezas, que criticaron aquel veredicto porque, según ellas, no se puede obligar a nadie a "comunicarse" en el espacio público. En tal caso habría que prohibir los auriculares a quienes van siempre con ellos escuchando música por la calle.

Lo más sensato en cualquier caso sería aplicar la prohibición sólo a determinados contextos o a situaciones muy concretas: por ejemplo, en la función pública o en la enseñanza. En cualquier caso, la polémica en torno al burka está ahí para quedarse.

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