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Norberto Alcover

Más allá del glamour

Cada vez me llaman más la atención. Ni se les nota, ni se les conoce públicamente, y por su puesto pintan muy poca cosa en el devenir de nuestra sociedad. Están ahí, como si no nos fueran necesarios. Cumplen con su obligación a rajatabla y solamente intentan satisfacer a los clientes para que vuelvan en el futuro. Aunque si analizas sus gestos, sus educadísimas palabras, sus sonrisas, una infinita delicadeza, descubres que hacen lo que hacen y lo hacen de forma tan excelente por la sencilla razón de que es su tarea personal y están decididos a quedarse en la memoria colectiva por esto mismo: más allá del glamour social, que les deja fríos, o frías, participar en la construcción de la historia en su absoluta entrega a cuanto saben y hacen.

Son gente desconocida, salvo por sus inmediatos clientes, que se limitan a ser como ellos mismos piensan que deben ser, sin que nada más les interese o preocupe. Cuando abandonen su personalísima tarea, la que sea, pasarán a un anonimato todavía más recoleto, y se limitarán a pasear, leer la prensa o una revista del corazón, puede que alguna novela histórica, en compañía de su mujer o marido, en la mejor de las hipótesis, también de hijos y de nietos, hasta que descansen en paz. Habrán vivido para estar satisfechos consigo mismos. Nada más. Y sus clientes les recordarán poquito por la sencilla razón de que les habrán acompañado en el camino hacia la muerte. Seguramente acabarán en la gloria, junto a unos ángeles color esperanza. Y la historia seguirá su curso imperturbable sin echar mano de sus nombres y menos aún de sus tareas. Eran prescindibles. Eran hombres y mujeres sin importancia. Eran nuestro peluquero, nuestro fisio, nuestra quiosquera, el conductor de bus cotidiano, puede que algún taxista repetido, esa chica de la sucursal bancaria, la vendedora del híper, y por supuesto, la mujer de la limpieza del despacho, que lo abandona precisamente cuando nosotros llegamos. Están más allá del glamour. En realidad, ahora caigo que nos permiten vivir como si tal cosa no fuera un empeño complejo y en ocasiones cansino.

Al salir de la peluquería de caballeros (por favor, siempre de caballeros en exclusiva o de señoras de la misma manera), me he visto forzado a redactar las anteriores líneas con una pasión desenfrenada. Nunca me había sucedido. De verdad, jamás. Pero esta tarde ha sucedido porque el peluquero, cercano a Montesión, es uno de esos maravillosos ciudadanos a los que me vengo refiriendo. Pasa del glamour, del cansancio de los aplausos, y trabaja con una perfección escondida que, al dejar su ámbito de trabajo, pequeño y limpísimo, te sientes casi perfecto, modificado en tus pertenencias menos positivas, para entregarte a la dicha entusiasta de un buen corte de pelo, que has comprobado en el espejo que, al cerrar la sesión, te ha colocado en la nuca con delectación de la obra perfecta. Y tú le has dicho con enorme respeto: "Gracias, como siempre, una maravilla". Pepe, entonces, ha sonreído, también como siempre, maravillosamente.

Qué envidia siento por este hombre. Cómo me gustaría enfrentar la vida como la enfrenta él. Trabajar para los demás, sus clientes de siempre, y procurar que esta sencilla tarea constituya el colmo de la propia felicidad. No resistiría, ésta es la verdad, pero tengo conciencia de que sería más feliz. Menos relevante. Menos conocido. Menos implicado en la breve historia de la ciudad. Y más sereno, más caritativo, más amable, más bueno. Sin glamour alguno, llegaría a comentarle a su mujer: "Ha venido de nuevo, necesita que le hablen porque está solo, se le nota". Y ella se siente satisfecha de un marido tan importante que corta el pelo a gente como yo, fíjense ustedes, como yo, que, en ocasiones, tiene vergüenza de sí mismo. Que no es digno de las maravillosas tijeras del profesional discreto y siempre amable.

Acabo el artículo de pasado mañana. Pero fíjense: ya tenía escrito otro, pero al salir de la peluquería me ha invadido la urgencia de contarles esta breve historia. Y ahora me siento reconfortado. Mi peluquero se merecía este homenaje, que es dedicado a todos los hombres y mujeres que nos permiten vivir sin que nos demos cuenta. Para ellos y ellas, estas letras.

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