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Hacer el ridículo

Mariano Rajoy ha repetido estos días que unas terceras elecciones "serían una forma magnifica de hacer el ridículo". Ya se sabe que los políticos, todos ellos, son pertinaces a la hora de utilizar las tácticas más pueriles para persuadir a sus compatriotas, a veces con éxito y a veces no. Pasarán por ejemplo a los anales los pronósticos de George Osborne, canciller de Hacienda de Cameron, sobre los dañinos efectos del 'brexit': fue tan exagerada su profecía que al final los británicos olieron el engaño y se lanzaron a tumba abierta hacia la separación.

Pues igual con lo del ridículo. En este país, el ridículo ante los demás europeos lo hicimos y con inigualable osadía cuando, tras el final de la segunda guerra mundial, que supuso la derrota de las brutales ideologías totalitarias conservadoras, mantuvimos aquí hasta mediados de la década de los setenta a un pequeño general nazi, que llenó de admiradores y adeptos la plaza de Oriente hasta el último momento. Y el ridículo lo siguen haciendo algunos excéntricos que tratan de convencernos de que aquella dictadura era en realidad una imposición de Madrid sobre las muy democráticas repúblicas de la periferia de Castilla.

Con las terceras elecciones no haríamos el ridículo: sencillamente, demostraríamos a lo vivo nuestras impotencias y nuestros miedos. Que es mucho peor. Pero valdría la pena correr el riesgo si sirvieran para lo que tendrían que servir.

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