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Barbas

La barba es un tema serio, digno de estudio y análisis. A quienes de vez en cuando nos la dejamos crecer, no nos pueden acusar de estar a la moda, ni mucho menos, llamarnos hipsters. No confundan y, sobre todo, no nos encasillen con tanta premura. Hay barbas a medio hacer, que se encuentran a mitad de camino entre la espesura y el hormigueo. Cuando un servidor se hallaba en plena época de indecisión barbada ya saben, esa barba de tres o cuatro días una amiga solía acusarme de vivir entre dos aguas y que ya era hora de tomar una decisión: o el afeitado apurado o la barba contundente, pero que me dejase de una vez por todas de esa carrera de hormigas, como decía ella con gracejo. Uno ve a esos arribistas de la barba, a esos repeinados y relamidos hipsters, o lo que sean, que suelen recortarse la barba como si se tratara de un jardín francés o un caniche de señora estirada, y no acaba de convencerse. Son rostros que no admiten barba, y todo se queda en una nada lograda imitación de barbas a lo Husserl o cualquier antepasado de principios del siglo XX. Hay barbas que crecen desde la desidia, desde una cierta pereza por el afeitado diario, que ciertamente cansa, y otras barbas casi solidificadas en esos rostros que sin ellas, las barbas quiero decir, sus rostros perderían consistencia y empaque. Uno se queda un tanto inerme cuando se rasura el rostro tras muchos años de lucir una barba más o menos espesa. Le da cosa verse en el espejo y en los ojos de los demás, y uno teme por su recién estrenado aspecto aniñado.

Hubo un tiempo que estuvo de moda la barba indecisa, esa barba que simulaba ser un mal afeitado y nos daba un aspecto grunge, por ponernos un tanto à la page, una estética desaliñada muy bien estudiada, y esa paradoja nos interesaba precisamente por ser paradójica: ser aplicado en la desaplicación, ser cuidadoso en el descuido, ser disciplinado en lograr una apariencia de clara indisciplina. En épocas de palidez cutánea, esas barbas nos daban un aire de poeta tuberculoso, un tanto apaleado de amores rotos. Y ya que andamos metidos en asuntos barbados, casi prefiero la barba del náufrago, ese salvajismo harapiento que nos da un aspecto aguerrido y bastante inquietante, a esas barbas segadas con cortacéspedes. Ahora bien, una barba bien puesta, a veces nos da un aspecto de santo iluminado, como si hubiéramos salido de un cuadro de El Greco o de Zurbarán. Y es cuando los demás nos miran como si se hubieran tropezado con San Simón el Estilita, y rápidamente nos acude a la memoria el personaje aquel de Buñuel encaramado a una columna en medio del desierto y sujeto a constantes tentaciones carnales. Como ven, las barbas dan mucho juego, pero desconfío de esas barbas que parecen pegotes en esos rostros que no nacieron para lucirlas, que las tienen ahí como si fueran trofeos que algún tatarabuelo les hubiera dejado en herencia. Pero tampoco me hagan mucho caso. Cada cual con su barba o sin ella. Con el tiempo, uno observa con un disimulado orgullo de tipo maduro, cómo las canas van apareciendo en el vello facial y uno, claro está, sueña con lograr una barba nevada y casi mitológica, una barba Moustaki o Krahe y dejar que los nietos se le acerquen a uno y permitir que esos nietos jueguen con la gran barba del abuelo, y todo son risas y veneración al patriarca. Sí, una barbaza a lo Whitman y dejar que los bichos se instalen en ella y formen una familia, mientras nosotros nos bañamos desnudos en un mar ya imposible.

A veces, nos gustaría desaparecer por un tiempo detrás de nuestras barbas, dormir la siesta de los justos parapetados por esa gran y trabajada mata de pelo que nos cubre el rostro. Escudarnos tras ella ante los ataques de nuestros semejantes. Hibernar durante siglos y despertar con un gran rugido que aleje a los seres molestos que, como moscas cojoneras, rondan nuestras respectivas barbas de seres mitológicos. Y ahora, como noto que se me ha ido un poco la pinza con el tema barbado, les dejo a ustedes en mitad de este agosto, y me voy con la barba a otra parte, a remojarla con agua salada, que ya va siendo hora. De las barbas yihadistas, si me permiten, me ocuparé otro día.

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