La irrupción de nuevas fuerzas políticas con una considerable representación parlamentaria ha propiciado el final de aquellas legislaturas en las que los dos partidos tradicionalmente hegemónicos gozaban de "cómodas" mayorías para elegir presidente y formar Gobierno. Esta novedosa fragmentación del arco parlamentario, nunca imaginada durante los treinta primeros años de vigencia de nuestra Constitución, ha provocado la inédita (y ¿anómala?) situación de haberse celebrado dos elecciones generales en apenas seis meses, con resultados ciertamente similares y, a la postre, nada halagüeños desde el punto de vista de la conformación de una mayoría clara de gobierno.

Todo ello ha traído consigo un clima de ansiedad y nerviosismo ante la mera expectativa de unas terceras elecciones, incrementándose la presión sobre la segunda y cuarta fuerzas políticas en número de escaños a fin de lograr la abstención de éstas, e incluso su voto favorable, en la llamada "sesión de investidura". En este atípico escenario debemos preguntarnos si es la abstención del resto de fuerzas políticas una opción constitucionalmente admisible y exigible o si por el contrario existen otros "remedios constitucionales" que deberían ensayarse antes de exigir la abstención o el voto favorable de los grupos no mayoritarios.

A diferencia de otras constituciones de nuestro entorno y en contraste con nuestras constituciones históricas, el artículo 99 de la Constitución prevé y regula una fase de "consultas" por parte del Jefe del Estado, con los representantes de los partidos, antes de proponer un candidato a presidente del Gobierno que haya de solicitar la confianza de la Cámara. Estas consultas, de carácter imperativo, tienen por finalidad favorecer la formación de mayorías de propuesta previa negociación entre los partidos con representación parlamentaria y, como afirma el profesor Mortati, solamente cobran verdadero sentido cuando, como ha sucedido en las dos últimas elecciones generales, ningún partido haya obtenido mayoría absoluta. Sostiene el profesor Santaolalla que el único factor determinante de las consultas es encontrar el candidato con mayor respaldo en el Congreso de los Diputados, de ahí que resul te poco justificable la renuncia anticipada por parte del numero uno de la lista más votada para ser propuesto como candidato a presidente de Gobierno, renuncia que legitima plenamente al titular de la Corona para proponer como candidato a otro integrante de la lista más votada o de cualquier otra formación política, como así sucedió tras las elecciones celebradas el pasado 20 de diciembre.

He aquí el primer recurso que la Constitución prevé para la designación del presidente del Gobierno: las consultas del Jefe del Estado con los partidos con representación parlamentaria como "incentivo" para la negociación. Una vez evacuadas las preceptivas consultas, el Rey "propondrá" un candidato a la presidencia del Gobierno. Como es sabido, ni la Constitución ni las leyes prevén (y por tanto tampoco imponen) que ese candidato haya de ser el que figura como número uno en la lista más votada, ni siquiera que haya de ostentar la condición de diputado o senador, aunque la lógica y la práctica parecen aconsejarlo, lo que permite que, en circunstancias de especial dificultad como en las que acaso nos encontramos, el candidato se convierta en un elemento más de las negociaciones para alcanzar la investidura y, en todo caso, una opción para evitar un eventual voto en contra. De esta forma, aún en la eventualidad de que no se llegasen a entablar negociaciones o de que éstas fracasasen por la cuestión del candidato concreto, la Constitución permite solventar la situación pudiendo proponerse otro candidato de la lista más votada o incluso un tercero de la confianza del partido con mayor representación, evitando con ello el voto contrario de las otras formaciones políticas.

Supongamos ahora que fracasadas las negociaciones no exista tampoco conformidad con la idea de que el numero uno de la lista más votada haya de ser el propuesto como candidato a presidente, aun en ese caso la Constitución no prevé que aquel pueda renunciar a ser propuesto por el Rey sino que, conforme al espíritu del artículo 99 y a la práctica constitucional, habría de ser igualmente propuesto con el fin de que pudiera llegar a obtener la confianza de la Cámara mediante la exposición del "programa político del Gobierno que pretenda formar" (artículo 99.2), siendo éste el tercer remedio constitucionalmente previsto para alcanzar la investidura. Y puede suceder también que el candidato propuesto no llegue a alcanzar la mayoría absoluta o simple para ser investido presidente del Gobierno, más en tal coyuntura la Constitución ni obliga a los diputados a abstenerse en las sucesivas votaciones ni obliga tampoco a disolver las Cámaras y convocar nuevas elecciones sino que ordena se formulen nuevas propuestas de candidatos ("se tramitarán sucesivas propuestas" dice el apartado cuatro del artículo 99), de forma ilimitada (salvo por el plazo temporal de los dos meses) y sin condicionamiento alguno en cuanto a la condición de los candidatos sucesivamente propuestos (cuarto "remedio constitucional").

Existen por tanto suficientes recursos en nuestra Constitución para "desbloquear" la elección del presidente del Gobierno (negociaciones, consultas, cambios de candidato, defensa de programa de gobierno, sucesivas propuestas), caminos que los partidos políticos con representación parlamentaria deben transitar, singularmente el partido más votado, antes de inducir el jefe del Estado a convocar unas terceras elecciones. Sin embargo, ninguno de esos "remedios constitucionales" pasa por obligar o exigir a los diputados que se abstengan en la sesión de investidura, ni siquiera mediante fórmulas eufemísticas como la "abstención técnica", al menos hasta tanto no hayan sido agotadas las posibilidades que brinda el propio texto constitucional.

La exigencia de esa abstención, antes de haberse sustanciado el procedimiento previsto y antes de haberse agotado las soluciones ofrecidas por la carta magna, por más que se trate de una solución rápida y confortable, resulta de dudosa constitucionalidad en cuanto adultera la voluntad del electorado. Tal exigencia previa no admite justificación ni siquiera en un escenario de excepcional interinidad como en el que nos encontramos, y no digamos ya la pretensión de que sea el Jefe del Estado el que haya de solicitar dicha abstención, pretensión que compromete seriamente la imparcialidad que se deriva de su condición constitucional de árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones. A grandes males, constitucionales remedios.

* Abogado