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José Carlos Llop

So long, Marianne?

1)Se conocieron en Hydra, cuando aún no había electricidad en la isla y la vida era paralela a la de Deià de Graves y Mati Klarwein, o la Eivissa de Elmir de Hory y Francesc Parcerisas. Ella, Marianne, vivía con un escritor noruego llamado Axel Jensen. Él la abandonó por otra y Leonard Cohen quiso y supo consolarla. Se enamoraron. Los fans del poeta canadiense y judío o judío y canadiense la conocimos en la contraportada de Songs from a room, su disco blanco. Fue un flechazo. Desnuda bajo una toalla, también blanca, anudada sobre el pecho, está sentada a una mesa frente a una pared encalada. El cabello rubio, la piel tostada y una sonrisa que sólo es patrimonio de la juventud. Atmósfera griega, sí, pero podría ser Turquía, Sicilia o Mallorca. La foto es mediterránea y sólo los mediterráneos no se ofendan los demás, forma parte de nuestro destino la entendemos en su totalidad. Marianne Ilhen que así se llamaba aquella chica rubia y guapa y sonriente tiene delante la Olivetti de Cohen y pasa sus poemas a máquina. También sabemos lo que es eso: fuimos jóvenes y pasaron a limpio nuestros versos. Marianne amó a Cohen y fue amada por él, pero su carácter enamoradizo los alejó y volvió a juntar durante siete años, una cifra bíblica, como bíblico es Cohen en tantas canciones suyas. Su libro de poemas Flores para Hitler con La energía de los esclavos, el mejor de Leonard Cohen está dedicado a Marianne Ilhen y a Marianne Ilhen le escribió la canción So long, Marianne (uno de los himnos de mi generación) durante una de esas separaciones que luego no lo fueron, hasta que llegó la definitiva. Aquella canción que ahora mismo escucho era la perpetua invitación de Cohen para no acabar del todo. Ella fue su mujer, que es un título difícil en casos como éste, pero así fue. Han vivido cincuenta años separados sin dejar de estarlo, porque ella estaba escrita por él y en él, y él estaba escrito en ella como sólo el amor sabe escribir. De la letra únicamente conocemos una parte ellos dos, toda pero la música sí que nos pertenece por entero y desde ella también nos despedimos de Marianne Ilhen, hasta que volvamos a encontrarla.

y 2). Hubo un candidato que regaló al Rey la serie Juego de tronos. No me quedé estupefacto porque nuestra vida pública ha cruzado hace tiempo todas las fronteras de la estupefacción, para adentrarse en territorios peores. He visto la serie casi completa algunos capítulos me los perdí por aburrimiento, sueño o despiste y nada ocurría, recuerdo, si te los perdías y es cierto que hay Shakespeare y Tolkien, Sagas islandesas y otras mitologías en ella, pasado todo por el túrmix mental del novelista George R Martin. Pero tengo la impresión de que ningún miembro de una familia real si alguien lleva a Shakespeare y a al señor de los anillos en su memoria genética, es una familia real europea, necesita Juego de tronos para algo que no sea el mero entretenimiento, como cualquier hijo de vecino. Y si uno piensa un poco en las distintas familias reales convendrá que mientras que otras coronas tienen mucho de Macbeth o de Hamlet por volver al original, los Borbones tienen poco de eso. Quiero decir que donde en unas hay pulsión de muerte, en la historia de los Borbones hay cierta tendencia al buen vivir y a un refinamiento (pienso en Versalles y también en Carlos III) alejado de esa pulsión de muerte o Juego de tronos. Pero ha surgido una manera de entender las series como hermenéutica en clave contemporánea que sí nos deja estupefactos y en ella, Juego de tronos se lleva la palma. La llaman filosofía-pop y analizan la serie echando mano de Kant, Sartre o Maquiavelo. Quizá los dos últimos estén contentos allí donde se encuentren (Sartre por vanidad, de Maquiavelo no estoy tan seguro), pero Kant se debe revolver en la tumba y pedir a gritos más café para aguantarlo. Existen manuales para ejecutivos donde se compara a Tiwyn Lannister con Steve Jobs, mientras en ensayos sobre geopolítica no es broma se centran en los miedos del hombre contemporáneo estableciendo analogías con las series actuales, y se asegura que sus guionistas son más fiables que los futurólogos. Bueno, eso no es difícil, pero la interpretación que dan a Juego de tronos es la del miedo a la barbarie y a House of cards la del miedo al fin de la democracia. Todavía no vemos a los bárbaros chalaneando en la palestra, pero sí que tanta maniobra mediocre sólo anima a dar la espalda a las urnas si hubiera una tercera convocatoria.

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