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Antonio Papell

El esperpento del Parlament

Hay una conjunción de elementos adversos que ha deteriorado la situación de Cataluña, y es saludable efectuar una composición de lugar si de verdad se quiere encontrar una solución. Porque el problema suscitado por la descabellada gestión de la reforma estatutaria ulterior a la formación del tripartito en 2003, que desembocó en la derogación parcial del nuevo Estatut de 2006 por una dura sentencia del Constitucional de 2010, se ha visto agravado por la destrucción de Convergencia Democrática de Cataluña al descubrirse las implicaciones de la familia de Jordi Pujol en la vorágine de la corrupción catalana, por la radicalización de ERC y por el surgimiento de la CUP, una formación antisistema alimentada por la crisis económica que en las elecciones autonómicas de 2016 obtuvo el 8,21% de los votos y 10 estratégicos escaños, decisivos para la formación de la mayoría independentista.

Como es conocido, la CUP, una organización radical que entre otros rasgos es partidaria de la independencia de Cataluña, de la nacionalización de la banca y de la salida de España/Cataluña de la Unión Europea y de la OTAN, forzó tras las últimas autonómicas la marginación de Artur Mas, el candidato de la lista conjunta Junts Pel Sí, y su sustitución por Puigdemont, y actualmente, prevaliéndose de lo decisivo de sus diez escaños para la estabilidad gubernamental, está impulsando el proceso político catalán hacia el precipicio: tras rechazar los presupuestos, forzó a Puigedemont a convocar una moción de confianza que se dilucidará en septiembre, y el precario presidente de la Generalitat y sus conmilitones no tienen más remedio que obedecer el mandato hilarante de la CUP, que desarrolla la hoja de ruta hacia la declaración unilateral de independencia en 2017, so pena de ir a elecciones inmediatamente.

Esto explica que los restos de CDC en el parlamento catalán, ya bajo las siglas del Partido Democrático, accedan tan disciplinadamente al ridículo "proceso" soberanista, que ha sido lógicamente abortado por el Tribunal Constitucional con gran elegancia, por unanimidad de sus once magistrados y sin precipitación alguna. Pero este dislate, conducido materialmente con iluminada irresponsabilidad por Carme Forcadell y que abochorna a la mayoría de la sociedad catalana, no puede ir mucho más lejos, y con toda evidencia el nuevo gobierno del Estado tendrá que implicarse con toda intensidad en este asunto, que ha fracturado la sociedad catalana y que alienta un clima de enemistad creciente.

Simplificadamente, el mundo nacionalista, que no es homogéneo, tiene un ala radical, formada por la CUP y por Esquerra Republicana, y un ala moderada, que es la formación heredera de CDC, que probablemente tenga todavía una base electoral muy amplia, aunque gran parte de ella se haya apartado para no contaminarse con la crisis convergente. Y habría de ser esta fracción del soberanismo la que actuase a medio plazo de interlocutora ante Madrid para restaurar, construir o edificar de nuevo los necesarios puentes.

A nadie en su sano juicio se le ocurre que la independencia de un territorio español puede llegar mediante una decisión ilegal de una mayoría minoritaria que no alcanza ni el 50% del censo, y eso lo saben perfectamente los propios soberanistas. En cualquier caso, este conflicto, que es perfectamente legítimo, debe regresar al territorio de la legalidad, de las instituciones. La democracia es el método más avanzado para la resolución de los conflictos, y la cuestión catalana no puede hurtarse a ella, entre otras razones porque Cataluña es una fracción moderna y civilizada de Europa en la que sería pintoresco que la CUP fuera el principal agente. Urge devolver la serenidad y la cordura al escenario de la confrontación.

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