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¿Nuevas contraculturas?

Si entendemos la cultura (y estoy seguro que nadie pensará en una pistola Browning al referirnos a ella, como le ocurría al nazi Goering) como el conjunto de saberes y sensibilidades en cada época, cabe aventurar que estamos asistiendo una vez más al auge de movimientos contraculturales en defensa de valores, creencias y comportamientos que pretenden dar el jaque al establishment.

Aunque la situación actual muestre obvias diferencias respecto al pasado, es oportuno recordar algunos movimientos sociales que, décadas atrás, dejaron su impronta en la memoria colectiva. En los años 50 fue la generación beat; después los hippies, sus herederos e igualmente abanderados de un nuevo estilo de vida en mayor sintonía con la naturaleza, junto al abandono del consumismo en aumento. A continuación, allá por los setenta, aparecieron los punkies: contestatarios y frikis cuando las utopías se revelaban finalmente impracticables. Todos con sus razones para un discurso que aunaba a millones de adeptos, aunque ineficaz, una y otra vez, para influir decisivamente en el contexto social que cuestionaban. En síntesis, los reiterados fracasos pudieron deberse al predominio de los sentimientos cuando se juzgaban prácticas asentadas en redes de consensos e intereses, inmunes a la ingenuidad y presunta buena voluntad como únicas herramientas para el borrón y cuenta nueva.

Es sabido que ardor e inteligencia suelen transitar por caminos distintos, sobre todo cuando el primero se nutre de creencias que los hechos contradicen. Por lo demás, es difícil el justificar que un grupo, sea cual sea la amplitud del mismo, esté legitimado para erigirse en conciencia moral de su tiempo y en todo caso la tolerancia, imprescindible para la convivencia, habrá de ser bidireccional, lo que debiera restar dogmatismo a cualquier planteamiento. Naturalmente que la crítica es consustancial al progreso, que la demagogia ofende cuando pretende ocultar el hambre de tantas cosas y las propuestas alternativas permiten mayor ajuste en los análisis. Sin embargo, la vocación herética no puede justificar el "todo vale" al que hemos asistido demasiadas veces. Y también últimamente. Lo sucedido hace unos meses en el barrio de Gracia, en Barcelona, fue la punta de ese iceberg que no dispone de argumentación digna de tal nombre, y el "pasapalabra" con el que uno de los implicados respondía textualmente al ser requerido a explicarse, reveló una vez más que las presuntas revoluciones por sobre los desmanes a que suelen ir unidas, aunque sea de justicia subrayar que no fue el caso del hippismo, dejan tras de sí el limo de la decepción en protagonistas y espectadores.

Son los medios los que pueden justificar el fin y no a la inversa, se ha apuntado acertadamente. Y ello, más allá de la violencia, también es oportuno por lo que hace a otros movimientos sociales de corte populista y que sólo plantean abiertamente (como se ha sugerido respecto a muchas actitudes individuales)aquello que son capaces de contestar, mientras que el resto de problemas se orillan o incluyen en un totum opaco, sesgado por el oportunismo, diseñado con el prioritario objetivo de reclutar prosélitos y en la confianza de que, con el tiempo, las verdades esquivadas perderán interés.

¿Contraculturas la que propugnaban aquellos que se llamaron indignados, los del pretendido sorpasso, la CUP o los ocupas de Gracia? Pues tal vez puedan etiquetarse así, al igual que esas coaliciones de una derecha radical en Francia o Austria, a un tris de hacerse con el triunfo desde planteamientos opuestos. En cualquier caso, en común para todos, la ideología discriminatoria para abanderar sólo aquello que supera su tamiz y es que, como ya se intuyese en el siglo XIX, sólo se ve lo que se quiere ver y ahí, en la subjetividad, se afirman esas sólidas convicciones que, al decir de Wagensberg en uno de sus aforismos, mejor si fueran líquidas e incluso gaseosas. Ello no supone poner palos en las ruedas al progreso, pero sí defenderlo desde una posición que quizá debiera situarse a medio camino entre la vieja Ilustración, con su convicción de que podemos saberlo todo, y el nihilismo posmoderno, proclive a mirar hacia otro lado frente a la sospecha de que es del todo imposible asegurar nada.

Bajo esa óptica, bienvenidas las contraculturas cuando alejadas tanto del elitismo como de la trivialidad. Estamos faltos, en mi opinión, de voluntades razonables y atentas a no equivocarse pero prestas a reconocerlo si ello ocurre; capaces de cohabitar con la divergencia y transitar por ella sin prejuicios, ombliguismos o baños teóricos. Contraculturas para un mundo mejor que habrá de construirse desde posiciones encontradas y, desde luego, a través de políticas otras que las incendiarias, reconociendo que frecuentar el pasado desde Franco a Venezuela, o de las dictaduras comunistas a las chilenas o Argentinas en su día, por un decir es más sencillo que hacerse con el futuro. Y pasar de la ideología a la gestión no se antoja fácil. Por cierto: de existir alguna contracultura en ese marco, háganmelo saber. Por si fuera preciso votar otra vez.

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