Diario de Mallorca

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Eduardo Jordà

Una enfermedad

En agosto de 1936, Antoine de Saint-Exupéry era un aviador comercial que había perdido su trabajo en la compañía Aeropostal y que tenía que dedicarse al periodismo para pagar las facturas de su costoso tren de vida. Cuando empezó la guerra civil española, el periódico "L´Intransigeant" envió a Saint-Exupéry de corresponsal a Barcelona. Al mismo tiempo envió a España a otro corresponsal, el barón Guy de Traversay, que también había sido aviador y se dedicaba al periodismo. Traversay estuvo en Madrid y luego visitó el frente de Aragón. Por razones que desconocemos, Guy de Traversay se embarcó en la expedición del general Bayo a Mallorca mientras que Saint-Exupéry se quedaba en Barcelona y luego visitaba el frente de Lérida. Una simple pirueta del destino podría haber hecho que las cosas ocurrieran al revés, es decir, que Saint-Exupéry se incorporase a la expedición a Mallorca en tanto que Traversay se quedaba en Barcelona y luego visitaba el frente de Lérida. Pero no fue así. Saint-Exupéry se quedó en Barcelona y Traversay se incorporó a las fuerzas del capitán Bayo.

El caso es que el 17 de agosto, dos días después del desembarco republicano en Mallorca, Traversay cayó en poder de las tropas nacionales en Porto Cristo. Alguien encontró en su poder un salvoconducto de la Generalitat y el comandante Pérez Vengut -jefe de la Legión de Mallorca- consideró aquel salvoconducto una prueba de que Traversay era combatiente en vez de periodista. Mi tío, Francisco Ferrari, que luchaba con los nacionales, intercedió por el periodista francés pero no sirvió de nada. El comandante Pérez Vengut le dijo que si tanto estimaba la vida de Traversay, se pusiera a su lado frente al piquete de ejecución. Mi tío no tuvo las agallas de hacerlo y tuvo que presenciar la ejecución del periodista francés junto con todos los demás prisioneros (esa imagen, me temo, lo iba a obsesionar durante toda su vida, que fue breve y triste y malograda). Después, los cuerpos fueron rociados con gasolina y quemados en la playa.

Unos días más tarde, Georges Bernanos, que vivía en El Terreno, tuvo que ir a identificar el cuerpo de Traversay al frente de Porto Cristo, y años después escribió una crónica indignada de su ejecución en "Los grandes cementerios bajo la luna". Al mismo tiempo que ocurría todo esto, Saint-Exupéry vio en un café de Barcelona cómo unos anarquistas detenían a un hombre al que iban a fusilar por ser sospechoso de ser "fascista". En una de sus primeras crónicas para "L´Intransigeant" enviadas desde Barcelona, Saint-Exupéry escribió: "En esta guerra se fusila más que se combate". Y luego, en otra crónica, añadió: "Esta guerra no es una guerra sino una enfermedad". Creo que esta frase de Saint-Exupéry es la mejor definición que se ha hecho nunca de nuestra guerra civil. Ni una guerra romántica ni una lucha heroica contra el fascismo ni nada por el estilo. No, tan sólo una enfermedad, una terrible enfermedad a la vez física y mental e ideológica y moral. Y si le hubiera tocado estar en Mallorca en agosto de 1936, en vez de quedarse en Barcelona, Saint-Exupéry habría podido comprobar en sus propias carnes hasta qué punto esa enfermedad era una horrible enfermedad mortal.

Ochenta años después, los síntomas de esa enfermedad no han desaparecido del todo. Puede que las circunstancias sean muy distintas y que la sintomatología sea mucho menos virulenta -por fortuna para todos-, pero esa misma enfermedad permanece enquistada entre nosotros. La incapacidad de llegar a acuerdos, el odio zoológico al adversario, el temor al qué dirán -que en España siempre es una de las causas fundamentales de la conducta pública, aunque no de la privada-, todo eso sigue teniendo el mismo efecto tóxico sobre nuestra vida política. Y lo mismo pasa con las simples sospechas que se convierten en una sentencia firme contra la persona que no nos gusta o que no nos cae bien, como le pasó en Porto Cristo al corresponsal Guy de Traversay o en aquel café de Barcelona al pobre diablo que fue tomado por "fascista" por una patrulla de anarquistas y fusilado en el acto. Todo eso continúa inamovible igual que hace ochenta años. Y nuestra vieja enfermedad -que sigue siendo moral y mental y física e ideológica- perdura en forma de vetos, desplantes, amenazas, gritos, bravuconadas histriónicas y decisiones absurdas que no sirven para nada. Todo, todo sigue igual.

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