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Distracciones estivales 2

Hace un par de días me crucé con un ciudadano que llevaba una camiseta curiosa. Pero permítanme situarles la escena. Caía fuego del cielo, ya que estaba próximo el mediodía, y por la amplia avenida generalmente atestada de vehículos sólo circulaban unos cuantos coches. Impulsada por mi carácter filantrópico, yo regresaba de regar las plantas de una amiga que a la sazón se encontraba en Vietnam. Ya saben, cosas del verano. Pues bien, entre los escasos -escasísimos- transeúntes que recorríamos la acera se encontraba el susodicho caballero. Era alto, delgado, de cabeza rasurada y pulcra barba de tres días; llevaba gafas y caminaba con aire elegante y distinguido a pesar de su indumentaria. Porque, aparte de unas sandalias y unos chinos, vestía una camiseta color rojo sangre que a la altura del pecho mostraba un dibujo de la inmortal Faraona y, debajo de éste, una contundente leyenda: "Si me queréis, irsen".

Les confieso que esta frase fue justo lo primero que me vino a la mente al saber el resultado del referéndum del Brexit; luego acudirían reflexiones más profundas. Porque el juego del "estoy pero no estoy, me comprometo hasta donde quiero pero participo de todos los repartos y, además, os perdono la vida porque soy más chulo que un ocho", es decir, el arquetipo de la conducta británica en Europa, la verdad, resulta un pelín cargante. No es más que un tópico, lo sé, como cualquier generalización, y todos conocemos estupendas excepciones a ese zorrunismo mercantil e ilustrado cuya mejor imagen actual es Boris Johnson (para los amantes de lo esotérico: celebra cumpleaños casi el mismo día que Donald Trump), que de mayor, seguro que quiere ser Churchill. Pero la reacción visceral -y, por suerte, momentánea- apeló a la bata de cola y a la pintada de "Gibraltar español".

Como el mismo ex alcalde de Londres y actual ministro de Asuntos Exteriores británico se encargó de aclarar hace poco, el Reino Unido sale de la Unión Europea, pero no de Europa. Y es que hay vínculos que nos unen de forma indisoluble. En mi caso, y pese a todo, una anglofilia algo vergonzante que me inocularon ya en la infancia Richmal Crompton y su magnífico Guillermo Brown. Años después, la adicción se afianzó con repetidas dosis de recuerdo gracias a P. G. Wodehouse. Esa Inglaterra literaria, irreal, llena de excentricidad, de chispa y, también, de una compasiva comprensión hacia todo lo humano, me atrae irresistiblemente. Estos días simultaneo la lectura de Wodehouse on Wodehouse y P. G. Wodehouse. A Life in Letters, sendas aproximaciones de carácter biográfico que recomiendo a todo amante de su obra. Y, asimismo, a todo el que se interese por el siglo XX y por sus peripecias históricas, tan poco impecables en tantas ocasiones y tan amenazadoramente próximas.

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