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Matías Vallés

El PP no necesita regeneración

La democracia alcanza su cénit cuando te quedas sin nadie a quien echarle las culpas. La difunta Convergència se independiza de Catalunya en el Congreso de los Diputados, para informar a sus despistados votantes de que en realidad apoyaban a Rajoy en un trastorno de identidad múltiple. Ciudadanos muestra tal entusiasmo por el presidente en funciones que el PP se pondrá celoso, y Albert Rivera anunciará en cualquier momento que se instala en La Moncloa para aliviar la carga de su actual inquilino. En resumen, se han necesitado dos elecciones generales para lograr que Celia Villalobos se consagre a los videojuegos en un escaño más discreto que la presidencia del Congreso. Este desplazamiento insustancial de un personaje anodino suscita llamaradas mediáticas. ¿Y la izquierda? No ha habido manera de incluirla hasta ahora en el párrafo, porque esta semana ha dejado de existir como opción para aceptar la condición de desagüe.

No se debe culpar a nadie porque se ha votado, con intensidad y reiteración si no reincidencia. En el mapa de las esperanzas decrecientes, se barajaba al menos la hipótesis de que el despeñamiento de sesenta y cincuenta diputados desde la mayoría absoluta le costara al PP una mínima renovación. Ni eso. Los populares no necesitan una regeneración, ni siquiera una capa de maquillaje, para continuar en el poder. Rajoy se desembaraza en la presidencia del Congreso de su incondicional Ana Pastor, peligrosa porque frecuentaba las quinielas para una sucesión de emergencia. O yo o el caos, aunque se necesite atravesar el caos para llegar hasta mí. Tras la fallida coronación de Jorge Fernández Díaz y de Dolores de Cospedal, Luis Bárcenas es el único dirigente estelar del PP en la legislatura 2011-2015 que no ha recibido una suculenta oferta de la cúpula de su partido. Otro presunto inocente.

Sánchez traslada el miedo de un jefe secuestrado por sus barones, ninguno de los cuales obtiene en sus feudos respectivos la mayoría holgada que exigen a su secretario general para gobernar. El líder del PSOE se escuda en que ha de obedecer para sobrevivir pero, de qué sirve un secretario general que se limita a cumplir las órdenes de los lugartenientes que de todas maneras van a decapitarlo. No es apresurado concluir que asistimos al final del mandato embargado del único político español que se negó a ser presidente del Gobierno. Su trayectoria no autoriza a confiar en su perspicacia, pero hasta Sánchez habrá comprendido que Ciudadanos solo pactó con los socialistas tras las penúltimas elecciones para garantizar que el cabeza de filas de la izquierda no llegara a La Moncloa.

O peor, fue Sánchez quien se encadenó al mástil de Ciudadanos por orden de los barones socialistas, para no sucumbir a los cantos de sirena de Podemos. Se llega a sí al cuarto vértice del cuadrilátero. El pánico a Pablo Iglesias se ha organizado con notable destreza. Es un miedo injustificado, pero ha sido el argumento victorioso de la campaña de PP/Ciudadanos y PSOE. El partido emergente contribuye a las críticas de sus adversarios por su perfil psicoanalítico y deliberativo, pero sin proyección ejecutiva. Se conocen al dedillo las reacciones de los dirigentes de Podemos a cada uno de sus tropiezos. Se retractan de sus afectos y errores en público, con la minuciosidad de un personaje de Woody Allen al desgranar sus fracasos amorosos. Sorprende la esterilidad de su introspección continua, en lugar de utilizarla como trampolín para iniciativas concretas y rompedoras. No cabe reprocharles la suplantación de la socialdemocracia, sino que ni siquiera alcancen los umbrales de una ideología reducida a menudo a sucialdemocracia.

La derecha pacta con el diablo, la izquierda no sabe ni con quién pactar. Simétricamente, toda alianza de la derecha está justificada por un bien superior, mientras que cualquier alianza de la izquierda está intoxicada por un mal inferior. Toda opción queda legitimada al asociarse a la derecha, pero desacreditada monumentalmente si opta por la izquierda. Tripartit o pentapartito eran los términos infamantes de la política española, salvo que Rajoy necesite dicha configuración para gobernar. La derecha ejecuta con profesionalidad, la llamada izquierda se enfrasca en comportamientos adolescentes, o decididamente pueriles en el caso de Podemos.

En el mapa transversal español, los 103 diputados y nueve millones de votantes de los partidos emergentes pretendían algo más que arrinconar a la prescindible Celia Villalobos. Cada voto a Ciudadanos y Podemos conllevó un desgarro, los electores apostaron por el riesgo que el bipartidismo se negaba a acometer. Su perplejidad es comprensible, pero sin incurrir en desánimos. Han participado de la democracia, el único régimen que permite equivocarse por sí mismo.

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