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La restauración de la democracia fraudulenta

Como si de un 23-F a la turca se tratara, el resultado del intento golpista en Turquía parece hoy haber dado al jefe de Estado, el presidente Recep Tayyip Erdogan, la total fuerza y legitimidad de la que prescindía antes de que el sector del Ejército -presuntamente laico- aprovechara su ausencia para sacar los tanques a la calle en aras de hacerse con el control del país.

A las once de la noche del viernes, las Fuerzas Armadas achacaban sus intenciones a la "defensa de la libertad y la democracia" en clara contraposición a lo que consideraban como un Gobierno autoritario y de tendencia islamista, contrario a la tradición kemalista transmitida por el fundador de la República, un oficial del Ejército que encabezó el movimiento que lograría en 1923 la definitiva independencia de la República.

Mientras los soldados se desplegaban a lo largo de los imponentes puentes de Estambul, devolviendo a la población el recuerdo de tiempos de represión y ley marcial, nadie esperaba que, tan sólo unas horas después, la capacidad de liderazgo de Erdogan, que accedió a la alcaldía de la ciudad en 1994, lograra sofocar la intentona, obligando a los militares a abandonar los tanques con las manos en alto como parte de una paulatina retirada.

Sin embargo, el secuestro del jefe del Estado Mayor, Hulusi Akar, había hecho entender a los turcos que lo que sucedía distaba de parecerse al cruento golpe de Estado llevado a cabo por Kenan Evren en los años 80. Con una valentía admirable y en favor de lo que consideraban como poder soberano, los ciudadanos, junto a las fuerzas de seguridad, colmaron calles y plazas para hacer retroceder al Ejército. La República turca constituye, desde luego, un país lleno de contradicciones sociales, políticas y religiosas. Ante el desalojo de los platós a las 2 de la mañana del sábado, Erdogan recibía indirectamente el apoyo de los periodistas de CNN Türk, que en otras ocasiones se han hecho eco de las voces opositoras que acusaban al Gobierno de vulnerar derechos y libertades.

Por ello, es menester preguntarse cómo es posible que una nación moderna y de mayoría musulmana como Turquía no logre una óptima introducción del islam en su sistema democrático. Cómo es posible que, tras 93 años, el secularismo siga siendo uno de los principales asuntos que más divide a los turcos en cuestión de política interna; cómo es posible que esta división haya estado a punto de costarles un retroceso hacia otra era de régimen militar.

Después de que el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) ganara las elecciones en noviembre de 2015, la mayoría parlamentaria ha tenido como principal prioridad la reforma de la Constitución. Desde entonces, mientras el Gobierno lidia con la cuestión kurda frente a las milicias del PKK y el TAK, Erdogan ha ratificado la retirada temporal del aforamiento de algunos diputados y ha intentado dotar de poderes políticos un cargo, el suyo, que es en teoría puramente simbólico. El intento de golpe de Estado ha reafirmado las intenciones políticas del presidente. Ahora, con Turquía como un lugar estratégico para la comunidad internacional y a la espera de formar parte de la Unión Europea, continúa la purga de jueces, policías, militares y disidentes. Es una pena que, ante tanta incertidumbre, el intento golpista solo sirva para ofrecer al Gobierno la oportunidad de restaurar una democracia que era ya de por sí fraudulenta.

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