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Distracciones veraniegas

En mi ya lejana infancia, durante algún tiempo estuve convencida de que las personas veíamos el mundo según nuestro color de ojos. No de forma metafórica, como expresara Campoamor "Nada es verdad ni mentira / todo es según el color / del cristal con que se mira", sino en el sentido más directo. Una explicación ingenua para la diversidad temperamental, pues ya entonces comprendía que había gente simpática o adusta, reservada o abierta, optimista o pesimista? Igual que hay personas ordenadas y otras que tenemos una cobertura antiadherente para el orden. Lástima que estemos tan mal consideradas, porque la capacidad de crear desorden no depende de nosotros: es algo innato, un don, como el oído musical o la facilidad para las matemáticas (y esto sí que es una anomalía).

Me irrita el compasivo desdén con que nos hablan los ordenados, cuyo mérito personal es el mismo de quien nace rubio. Sobre todo cuando dicen con virtuoso aire de superioridad: "Eso es porque no quieres ordenar. ¡Pero si es muy fácil!". En ese momento, desde el caos de nuestra sala de estar donde se superponen estratos de objetos llegados hasta allí por misterioso designio, cual esos trozos de madera, cristales pulidos y envases de plástico que el mar lleva a la orilla, miramos al ordenado de turno con gesto homicida. Así miraría un daltónico si le recriminaran que no distingue ciertos colores. Porque del mismo modo que aquel que tiene mano para la cocina es capaz de montar en cuestión de minutos una delicia culinaria con los cuatro restos mustios que languidecen en el fondo del frigorífico, en cuestión de días el desordenado convierte en leonera el aposento más minimal y mejor dispuesto. Como el hada Campanilla dejaba tras de sí una estela dorada y brillante, al paso del desordenado las cosas abandonan su lugar natural y se combinan con caprichoso criterio, guiadas por ocultas afinidades electivas que las reúnen en habitaciones inesperadas. En ese proceso no interviene la voluntad, o, si acaso, actúa una Voluntad ignota que la mente humana desconoce. Hay quien cree en los ángeles y siente su presencia aunque nadie los ve; quizá los desordenados armonicemos en un acorde cósmico imperceptible para los demás, una especie de ultrasonido que nos regula y hace que, en el mejor de los casos, nuestro entorno se asemeje al escenario resultante de un tornado de calibre medio.

Nadie nos comprende. Hay quien, vencido en la titánica batalla de procurar sobreponerse a su naturaleza para que sus semejantes lo acepten, llega a cambiar de trabajo, de ciudad y hasta de nombre. Afán inútil. Pues bien, queridos desordenados, existe una luz al final del túnel. La clave la tiene una japonesa, Marie Kondo, que está haciéndose de oro con su libro La magia del orden. En estos plácidos días de ocio estival, ¿por qué no distraerse probando su método? Me gustaría contarles cómo me ha ido con él, pero mi vórtice doméstico ya ha abducido el ejemplar que me regalaron y, la verdad, no sé por dónde andará.

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