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Daniel Capó

Capas superpuestas

Las capas de la crisis europea se superponen, pero tienen un único origen: la difícil adaptación de una sociedad envejecida a la aceleración del cambio económico. La UE se ha construido como una superestructura burocrática, alejada de los requisitos democráticos de los Estados-nación: un proyecto de las elites que tampoco termina de responder a las exigencias de la globalización. Sus grandes aciertos se calibran con una doble vara de medir: la libre circulación de personas y mercancías -el mercado único-, y el mantenimiento de la paz en el continente. Visto desde una perspectiva histórica, se trata de un éxito de valor incalculable tras siglos de contiendas civiles y nacionales. Sin embargo, la promesa europea también ha empezado a topar con sus límites a medida que el miedo cristaliza en el tejido social de la Unión: la presión migratoria y la demografía adversa; la austeridad como garantía del Estado del Bienestar y, al mismo tiempo, la escasez de buenos trabajos y la precariedad laboral como modus vivendi de unas cuantas generaciones; el retorno de las naciones y el eclipse de la credibilidad política... Por supuesto, en la nueva Europa hay ganadores y perdedores, que mantienen la línea tradicional de las fronteras religiosas: gana el norte protestante, pierde el sur católico. Aunque, incluso en los países de éxito crece el temor y la desconfianza a medida de que palidece la promesa de un futuro mejor. La crisis europea refleja una crisis más honda, que es la del nuevo paradigma tecnológico y las transformaciones de carácter sociológico que implican. La robótica y la automatización de la economía, por ejemplo, destinados a destruir millones de lugares de trabajo en las próximas décadas, y no sólo empleos de baja calidad. El miedo a perder los estándares de vida se anuda a la precariedad, los bajos sueldos y la creciente atomización social.

La crisis europea adquiere en España unas tonalidades particulares. Los problemas de fondo son idénticos, pero acentuados por la incapacidad política, el conflicto territorial y los intereses creados de los partidos. Un país con el segundo mayor déficit de la Unión sigue sin gobierno seis meses después de la celebración de las primeras elecciones generales. Si Rajoy al final consigue formar gobierno en minoría, la debilidad parlamentaria propiciará otra vez la inacción -algo que, por lo demás, está en su idiosincrasia-. Cabe preguntarse entonces cómo podrá afrontar nuestro país un nuevo shock externo, según empieza a divisarse con el Brexit y con las necesidades de recapitalización de los bancos italianos y alemanes. Y de qué modo nos afectaría y a qué velocidad se destruiría el empleo creado. No son interrogantes baladíes, a pesar de los vientos de cola que favorecen actualmente a la economía española. Un ejemplo notorio: ¿cómo garantizar la supervivencia de las pensiones públicas, cuando el déficit de la Seguridad Social no hace más que aumentar año tras año? Con la hucha de las pensiones acercándose a los números rojos, la demografía adversa y la falta de nuevos cotizantes, el futuro de la Seguridad Social nos demuestra hasta qué punto resulta indispensable formar un gran consenso sobre los principales asuntos de Estado: educación, sanidad, mercado laboral, reindustrialización, pensiones, estructura territorial... No son cuestiones que dependan ya de los intereses o caprichos de un solo partido, sino que requieren acuerdos amplios, generalizados y estables. Algo que sólo podremos conseguir si los partidos centrales de este país se muestran dispuestos a asumir con coraje su responsabilidad, en lugar de dejarse llevar por los dictámenes mezquinos de los intereses particulares.

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