Ya sé lo que pensaran los que se digne leer el titulo de este desahogo literario: "Otra vez las malditas elecciones", pero sean un tanto pacientes conmigo, porque puede que sí pero puede que no vayan por ahí los tiros.

Creo que casi todos nosotros, con el reparto de culpas a unas banderías políticas o a otras, según las preferencias de cada cual, estaremos de acuerdo en que se ha llegado al 26-J, y la fortuna nos auxilie para no llegar a otro pase por las urnas con carácter de urgencia, porque los políticos no han hecho bien su trabajo, en ese afán de mirarse fijamente al ombligo lo que les obliga a contorsiones extremadas de su propia ética, pero creo que tales críticas, seguramente acertadas y que han plasmado en su comentarios tantos analistas políticos, olvidan una circunstancia, que es la que más preocupante debiera ser, y que no es otra que la evidencia, dramática teniendo en cuenta de lo que nos jugábamos en aquel soleado domingo, del conteo de que tres de cada diez españoles en disposición de votar han preferido simplemente pasar de dejar patente su opinión a través de sufragio.

De los políticos de esta tierra ya se ha dicho casi todo y la penuria y sequia que sufrimos en aquel cultivo no es de nuevo cuño, ya en el siglo XIX, un tal Bismarck, ciertamente prusiano él, manifestó su incredulidad de que con la clase política existente en España, el país todavía existiera, pero quizá sea el momento de hurtarle más leña a la ya ardiente hoguera. Y hace unos días me llego por esa nueva vía de conocimiento que es el WhatsApp, una foto de un cartel en un servicio de enfermería, que en ocas palabras venía a decir que aquel no era lugar de protestas y finalizaba con una lapidaria frase: "el momento para mostrar descontento o cambiar fue el pasado 26 d Junio".

Así que en lugar de opinar sobre políticos de todo pelaje, prefiero hacerlo de esos 10.394.047 conciudadanos que han decidido que eso de la gobernabilidad, que eso de la estabilidad, que lo que pase con las pensiones, que lo que pase con las condiciones laborales, que lo que pase con el paro, que lo que pase con las demás zarandajas que a todos nos duelen, simplemente no va con ellos; que ellos están para otras cosas. Es la indolencia típica de nuestro paisanaje tan famosa a lo largo y ancho de todo el mundo; pareciera que algunos se consideran por encima de los demás y que no es de recibo rebajarse a ser igual a los inconscientes que han ido, que hemos ido, a cumplir con lo que algunos, ilusos ellos, pensamos que es nuestra obligación como ciudadanos.

Ese 30,16 de ciudadanos de baja de su ciudadanía, con seguridad habrían podido confirmar o en su caso variar el resultado electoral, habrían tanto podido alejar el fantasma de la inestabilidad del gobierno como haber creado mejores condiciones para un pacto; ya no lo sabremos, pero lo cierto es que, al igual que los políticos, esos ciudadanos también han huido de su responsabilidad, y tienen por ello su parte alícuota en la causación, en el resultado habido. Han olvidado esos conciudadanos que, como suelen decir los yanquis, si uno no se ocupa de la política ésta se ocupa de uno y que su omisión no es más que una negativa actividad que también crea unas consecuencias al no crear otras. Pareciera como si los ausentes votantes hubieran sido convencidos, con adecuado cambio de verbo, por la frase de Miguel de Unamuno, en su controversia con Ortega: "Que inventen ellos".

Y es que lo que pase durante los próximos meses y quizá durante los próximos años, será culpa un poco de todos, pero de algunos más que de otros, porque los que han arrostrado el riesgo de votar y aún de errar en su elección, les debe ser concedido por lo menos el valor ciudadano de hacerlo, pero los que no han respondido a la llamada del sufragio quizá merezcan las palabras del Ricardo III, pensadas por el Bardo inglés, dirigida a los cómodos caballeros que hayan preferido quedarse en su camas por haber desertado de su deber, quizá no legal pero si ético.

Cuando hablamos de clase política, debiéramos caer en la cuenta que aquella es una creación directa de los ciudadanos que conforman el cuerpo electoral y que, al igual que no se concibe la existencia de un hijo sin la de unos padres, la una no existiría sin la participación de los votantes, por lo menos en las llamadas democracias occidentales. Sabemos por voz de la Abogacía del Estado que ahora "hacienda no somos todos"; estos diez millones de conciudadanos opinan, casi de igual forma, que la política no somos tampoco todos, que la gobernabilidad que a todos nos afecta es cosa de otros, pero no de ellos. Lo malo es que el secretismo que rodea el voto impide saber quiénes son esos prófugos de los comicios, esos huidores de la mesa electoral, así que tenga usted en cuenta amable lector que quizá el que despotrica a su lado en la barra del bar contra el actual estado de cosas, o el que da sesudas opiniones políticas en su oficina o el que prescribe lo que debiera hacer éste o aquel político durante la cena de amigos, puede muy ser uno de esos que no han tenido la gallardía de mantener esas mismas opiniones donde debiera haberlo hecho, en el colegio electoral. Qué le vamos a hacer, creo en el derecho de expresa el desagrado o la falta de convencimiento mediante el voto en blanco, pero no lo admita como válida a través de la simple espantada.

Los que han subido a las gavias electorales para, mediante su voto, dar a las velas que ayudan a la navegación una inclinación u otra, por lo menos lo han intentado aún a riesgo de que las vergas que sujetan esas velas les caigan encima, los otros no, los otros tan solo se han quedado en su voluntaria función de lastre. Que distancia se da entre el empuje de los Tercios Españoles que loa en sus novelas Pérez Reverte y ese tercio de españoles que han preferido el "dontancredismo" tan denostado de algunos políticos.

Parafraseando a Churchill "el problema de nuestro época consiste en que los hombres no quieren ser útiles sino importantes", y la sentencia vale para todos.

* Abogado