Aunque haya floraciones de más prestigio y mayor éxito a la hora de convocar el canto de los poetas, pocas como la del piorno tienen capacidad para transfigurar el paisaje, coloreándolo de amarillo. Es el triunfo de la humildad, la austera rudeza, la firmeza en unas convicciones. También, tal vez, de lo masivo y universal sobre la exquisitez individual. En la cordillera, al atardecer, a veces las laderas coloreadas por los piornos en flor encuentran su réplica en las nubes que la caída del sol vuelve anaranjadas, y, emparedada entre esos dos espacios cromáticos, la áspera claridad de la caliza no quiere quedarse atrás en el certamen de belleza, y refulge.
El entusiasmo del observador ante un espectáculo así surge con la misma naturalidad: no viene de un procesado de los datos en el intelecto, sino de una elemental reacción del cuerpo, que ante el prodigio intenta estar a la altura.
